De Oier Lazkano se hablaba sotto voce hasta que un alarido de reconocimiento le anunció rotundo en A través de Flandes. Hasta las piedras, los adoquines que dibujan la gran clásica, gritaron su nombre, rendidos a la exhibición de Lazkano. Dejó un enorme eco el alavés, solo superado por el imponente Christophe Laporte. En numerosas ocasiones es el nivel de los rivales el que concede la verdadera dimensión del logro. La dimensión de Lazkano, fantástico en la carrera belga, falta por concretar.

Es aún demasiado joven el de Gasteiz, apenas 23 años, pero ya muerde. Corre a dentelladas. En tierra de escaladores, donde se meció, brotó un enorme clasicómano. Solo atesorando una calidad descomunal puede abrirse uno camino al profesionalismo en tierra hostil. Lazkano es un ciclista contracultural. Un talento puro.

El alavés es un corredor enorme, con una motor de gran cubicaje, capaz de devorar kilómetros, masticar piedras y tumbar un pelotón entero si se lo propone. Así venció una etapa, en un soliloquio en la Vuelta a Portugal de 2020, cuando vestía los colores del Caja Rural.

Era un apunte. El primer trazo. El boceto. En aficionados dejó otros. El pasado curso, cuando el Movistar sentía el aliento del descenso acechándole, el alavés ganó una etapa en el Tour de Valonia. Otra pincelada. En A través de Flandes pintó una obra maestra. Magna. Una oda al brutalismo.

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En un escaparate con más brillo, en la antesala del Tour de Flandes, sólo se le resistió el forzudo Laporte, un ciclista escultural. Lazkano puede serlo. El mármol del que está hecho está puliéndose con el cincel de la paciencia y la acumulación de experiencia. Lazkano completó un viaje lisérgico, de ensueño.

Una exhibición estupenda

El alavés nació con la fuga del día, después se quedó a solas con el gigantesco Kristoff (les cazaron a falta de 6 kilómetros) y fue el más rápido entre quienes rastreaban al francés que emergió en el momento exacto y evidenció su enorme fortaleza. En ese mismo idioma se expresó Lazkano, derrochón entre el adoquín.

Una apisonadora que corría como una bestia en libertad. Lazkano era una estampida en sí mismo. La huida hacia delante de alguien que desea comerse el futuro con voracidad. Con las manos. Nada de cubiertos ni diplomacia. Caballo salvaje.

En esos fotogramas, Lazkano demostró su talla. Se entregó y aún así le alcanzó para ser el mejor en el esprint de los que perseguían a Laporte, que llegó en solitario. Derrochó energía Lazkano, pero supo gestionar la centralita de un motor repleto de vatios. Un estallido.

Tremendo en el adoquín

Galopó libre por encima de los adoquines. No le asustaba el traqueteo a Lazkano. Al contrario. El crujir del cuerpo le estimulaba. Nunca se abandonó Lazkano ante el sonajero del adoquín. Esa sensación le agradaba. Liberado, el gasteiztarra coceaba los pedales sin desmayo. Una fuerza de la naturaleza desatada. Sus sacudidas dejaron la fuga primigenia en los huesos.

Sólo el poderoso Kristoff pudo sostenerse junto a él. Al asalto entre piedras. A pedradas contra el grupo cabecero, donde viajaban Laporte, Benoot, Küng, Madouas, Powless, Honoré, Narváez y Hermans. Lazkano contra el mundo. ¿Por qué no? Así se escriben las historias que perduran, que llenan la retina y se cuentan de generación en generación.

El palmarés de la clásica belga dirá que Lazkano fue segundo, pero la huella que dejó el ciclista alavés traspasa esa lectura, muy simplista. Se queda corta para describir su enorme actuación, una exhibición de punta a punta. A través de Flandes es el comienzo. Oier Lazkano se presenta al mundo.