La Milán-San Remo es una carrera estresante. Tiene un recorrido muy largo, 294 kilómetros, pero todo se decide en los últimos seis, en la subida y bajada del Poggio, donde hay que estar muy atento y pletórico. El hecho de constituir un escenario previsible no resta emoción al desenlace, porque la espera dispara la tensión dramática. Los corredores afrontan el Poggio al límite, formando siempre una fila estirada, hasta que la cuerda se rompe por el punto más débil, dejando en cabeza a los elegidos. Entre ellos, se impuso un Van der Poel magistral, escapándose poco antes de la cumbre, y volviendo terrenal a Pogacar, que no pudo seguirle. En la bajada, su pericia de ciclocrossman le permitió mantener la ventaja hasta la meta. Fue sorprendente la manera en la que se defendió Ganna, segundo en San Remo, sin perder la rueda en toda la subida a Pogacar, a pesar del ritmo de éste. Ya se le había visto subir mucho mejor que otros años en las primeras carreras de la temporada. Ha perdido peso, ganando capacidad contra la gravedad. Puede tratarse de un fenómeno puntual, o de otro trabajo de “laboratorio” del Ineos, preparando un corredor apto para las grandes vueltas, a la manera de Indurain, o como el mismo equipo hizo en el pasado con Wiggins, Froome, o Thomas. Van Aert robó el podio a Pogacar, pero fue a quien se le vio más justo de los tres perseguidores en la subida.

No es que yo sea un aguafiestas, pero me gusta acordarme de los que ya no están, de los que dejaron una huella que forma parte de lo que somos, que marcaron el camino. En el primer artículo de esta temporada mencionaba a los fallecidos Rebellin, Adorni, y a los retirados ilustres, Dumoulin y Valverde. No mencioné a Nairo Quintana, pues me animaba la esperanza de que encontrara algún equipo para seguir compitiendo, tal cual es su deseo. Pero cada día esa esperanza mengua.

Nairo está en forma, en los campeonatos nacionales de Colombia, disputados en el reciente mes de febrero, quedó tercero, corriendo por libre, sin equipo, por detrás de dos grandes corredores como Esteban Chaves y Daniel Felipe Martínez. Tuvo que competir con una bici montada ex profeso, pues no podía usar la de su equipo Arkea, del que fue excluido. Con un maillot sin marca, como el que podemos comprar cualquiera de nosotros en una tienda de bicis. Y es que sobre Nairo se está cometiendo una gran injusticia, pues sin estar sancionado por dopaje, ha sido expulsado de la familia ciclista. Nadie le quiere contratar ni recibir, no existe. Si no es bullying, se trata de algo parecido. Porque no hay mayor injusticia que la de la arbitrariedad, aquella cometida en nombre de principios elevados, y que no se somete al arbitrio de la ley, que no necesita someterse a las normas existentes, porque esa injusticia deja al acusado, sin defensa posible, como un proscrito. Es algo que hemos visto en el terreno de la historia y sus avatares políticos, y que también llega al ciclismo.

Nairo dio positivo en el pasado Tour con tramadol, un analgésico, derivado opiáceo, que se usa para calmar el dolor. Seguramente muchos lo habremos tomado por prescripción médica. Que no tiene efecto alguno dopante, como ha señalado la Agencia Mundial Antidopaje, que no lo incluye entre las sustancias prohibidas por su efecto alterador de los resultados deportivos. Sí lo prohíbe la UCI ciclista. Tampoco está entre sus “reglas antidopaje”, pero sí en las que llama “reglas médicas”. Por los efectos adversos que puede ocasionar a los deportistas, señala, como la adicción, o su peligro para la seguridad frente a las caídas, porque su efecto analgésico adormece. Dicen que es tan fuerte el dolor muscular en el ciclismo de alta competición, que los corredores tomaban eso, u otros analgésicos, como bálsamo.

Nairo es una víctima, una ofrenda para conseguir el silencio y la inacción de los jueces, con el fin de evitar que miren más, porque seguro que hay otras cosas peores por descubrir. Tampoco la UCI, ni la federación colombiana, hacen nada por él. Y podrían hacerlo. Aún recuerdo que cuando yo dejé el ciclismo porque había llegado la hora de elegir entre la bici y los estudios, y me fui a estudiar fuera, a Barcelona, me llamó por teléfono José Luis Arrieta, entonces presidente de la Federación Guipuzcoana de Ciclismo, y gran entrenador, para pedirme que no lo dejara, que él me buscaría un equipo. Y yo no era nadie al lado de Nairo.

Estamos en un mundo repleto de normas, judicializado hasta el extremo, que parecen tejer un universo de imparcialidad, limpieza, objetividad; pero en el que, sin embargo, comprobamos constantemente la parcialidad, la insuficiencia, la injusticia. La presencia subterránea de fuerzas escondidas, verdaderos jueces que manipulan, alteran, determinan el curso de la historia. Esas fuerzas oscuras necesitan a veces un sacrificio, y le ha tocado a él. Me imagino a Nairo, un corredor honesto, un hombre comprometido también con el proceso de paz de su país, un ciclista inteligente, deambulando impotente, como un personaje de Kafka, llamando a puertas que no le abren, sin comprender el absurdo de su veto, que es también la negación de su historia, de su memoria, de su honor.