En Montilla, casas blancas sobre un promontorio que vigila un castillo en ruinas, esperaban a los guepardos de la Vuelta. En tierra de Gonzalo Fernández de Córdoba, en sus dominios, se convocó a los velocistas que le restan a la carrera, que no son demasiados. Rebajada la nómina de tipos rápidos, se subrayó Mads Pedersen, excampeón del Mundo, que encontró en Montilla la victoria que perseguía en la Vuelta el día en el que se discutía sobre el covid. Ayuso carga con él, pero sigue en carrera al comprobar que su carga viral es baja. Eso le salvó. La UCI le dio el visto bueno.

El danés venció con nitidez tras ser tres veces segundo. No hubo debate en una llegada de cuellos almidonados, elevados, donde revoloteó Roglic, al que le faltó potencia en su turbina. En ese escenario, Ackermann se precipitó. Demasiada espuma. Eso le descartó. No se trata de ser el primero, lo importante es ser el definitivo.

Coquard también erró el disparo. Tardó más de la cuenta. Wrigth, siempre activo, insurgente, surgió más tarde de la foresta y trató de poner el bozal a Pedersen. Fue en vano. El danés mordió su primera victoria en la Vuelta.

Demasiado lejos para alcanzar a Pedersen, que tachó a sus rivales de un plumazo. Cuando giró la cabeza le observaban con prismáticos. Entonces se concentró en celebrar una victoria reparadora en la Vuelta.

La recompensa al trabajo de sus compañeros. Lo gritó por el intercomunicador. Les anunció la buena nueva. Bramó en una jornada serena para Evenepoel, más pendiente del futuro próximo, donde esperan La Pandera y Sierra Nevada.

OKAMIKA Y BOU, EN FUGA

En medio del calor que apretaba y asfixiaba, el termómetro por encima de los 30 grados entre Ronda y Montilla, Ander Okamika, Joan Bou y Van den Berg quisieron agarrar el petate para airearse. La visibilidad como estilo de vida desde el amanecer. Madrugadores.

Evenepoel, con la piel tirante por la caída de la víspera, durmió bien. A pierna suelta. Después, la encogió. Nada de gastar. También se puso guantes después de que en la raspada que le provocó la caída, sus manos sufrieran abrasiones. Al líder le gusta correr con las manos desnudas. Las protegió. Aprendizaje. Sus puñetazos dolerán igual.

En cuanto la bandera agitó el inicio, Okamika, Bou y Van der Berg se dispararon hacia el sol. Elevaron los puños. Sabían el camino. Era su tercera fuga en la Vuelta. Sospechosos habituales. Con la mayoría de velocistas en el arcén de la carrera por diversos factores, la esperanza seducía a Bou, Okamika y Van den Berg.

Los equipos de los velocistas hicieron un mal cálculo. Lo degustó Jesús Herrada, que sació la sed de victoria por la condescendencia del pelotón. El terceto, que habló por los codos, a relevos intensos y convencidos, buscó el error. No lo encontró a pesar del empeño.

INEVITABLE ESPRINT

El esfuerzo resultó conmovedor, pero la lógica impuso sus argumentos. Las rebeliones son escasas, menos en la era en la que los poderosos compiten hasta por un paso de peatón. El pelotón les ató para preparar el esprint. Después de una vida compartida en la carretera, Okamika y Bou se abrazaron.

Se despidieron como dos buenos colegas. No fue un adiós, fue un hasta luego. Probablemente cruzarían sus destinos en otro día similar. En un paraje que desenrollaba la alfombra roja para el esprint, Pedersen se posó sobre los vestigios del castillo que cuida de Montilla. La fortaleza perteneció a Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán.