Hasta los girasoles buscaron la sombra. Giraron el rostro, escapando del sol, del calor que abofeteaba cruel, de manera sonora, el Tour. Sopapos de fuego y llamas. Ni los girasoles querían mostrarse. Hubiesen preferido el cobijo de un portal o ser plantas de invierno. Incluso les valía con convertirse en cactus. Mientras los girasoles, tan amarillos, soñaban con utopías, la organización de la carrera francesa regó el asfalto con miles de litros de agua para aliviar el asfalto, que rebota el calor que llueve del cielo. 

En medio estaban los ciclistas. Desde arriba les escupía el sol ardiente y desde el suelo les mordía con saña el efecto rebote. Un espejo de brea reflejaba el bochorno que secuestró el Tour. Una tormenta de fuego descargó sobre la carrera, un crematorio en el Macizo Central. La canícula de siempre era un recuerdo fresco comparado con la abrasiva ola de calor que funde Europa. Bienvenidos al cambio climático.

EFECTOS DEL CALOR

El calor colapsa el organismo. Caen los reflejos. Todo se espesa. Se difumina la atención, aletargada en un duermevela, en un juego de espejos. El presagio de las fatalidades. El sopor había colonizado los organismos. La señal. Olía a la tormenta de los días extraños. Kruijswijk, Van Aert, Fuglsang y Tusveld cayeron como moscas, sin motivo aparente. No se sabe cómo todo cambió. Las revoluciones ocurren en un instante. Solo falta la chispa adecuada. En un día volcánico, con ríos de lava, las chispas surgían por generación espontánea.

KRUIJSWIJK, A CASA

A Kruijswijk se le dañó el hombro derecho. Abandonó el Tour en ambulancia. Las sirenas eran la banda sonora del Jumbo. Alarma. Roglic no salió para sanarse y La Percha se descolgó del Tour. En unas horas, el imperio de Vingegaard se tambaleaba. Lo que era una mole granítica, sin ningún poro abierto, parecía de cartón piedra, un decorado, puro atrezzo. Su fortaleza, su dominio, en solfa. Dudas y preguntas sin respuesta. La desgracia, caprichosa, se planchó sobre el equipo neerlandés. Lo increíble sucede. Roglic y Kruijswijk, que se suponían fundamentales para cuando emerjan los Pirineos y la gran ofensiva de Pogacar, no estaban. La soledad rodeaba a Vingegaard.

CAÍDA DEL LÍDER

En un momento, Jumbo y UAE, Vingegaard y Pogacar, contaban con los mismos efectivos. Apenas dos fotogramas después de la despedida de Kruijswijk del Tour, el foco giró al escalofrío, a esos gritos del público que observa a los trapecistas. Vingegaard, el líder del frío, se fue al suelo. Se heló el Tour. El danés se manchó el costado izquierdo. Se golpeó el hombro. Benoot, su compañero, también cayó. Pánico. Vingegaard no sufrió daños físicos

Se levantó de un respingo, pero la bicicleta se había desajustado. Tuvo que cambiar de montura y darse prisa. Al ataque para defenderse. El pelotón cogió velocidad por la inercia que traen las malas noticias. Se agitó la carrera, que hasta entonces era un bostezo. Los equipos de los favoritos se situaron en cabeza alertados por las caídas.

El miedo y la incertidumbre son vasos comunicantes. Los nervios pintaban las líneas de la carretera. El futuro era una moneda al aire. Vingegaard tuvo que remontar estresado, agobiado porque todo había mutado. A contracorriente. Salmón. El danés, ágil, encendido, se rehabilitó en la subida a Côte des Cammazes. Regresó a su puesto de mando. Por el camino perdió a dos compañeros.

POGACAR, RELAJADO

El Tour no hace prisioneros. Puso sobre aviso al líder. Nadie está a salvo. El amarillo solo es una posesión en París. El resto, un préstamo. Pogacar silbaba. Lo que no habían producido sus violentos desgarros en los Alpes y su propuesta rítmica y ortodoxa para ahogar a Vingegaard en Mende, se lo otorgó la carrera, siempre indescifrable, ingobernable. No conviene despreciar su poder. El Tour es un Saturno que devora a sus hijos.

De ese caos nació la aventura de Gougeard y Ben Thomas, que pusieron en jaque al pelotón. Los esprinters buscaban su onza de gloria. Hambrientos en un Tour canino de llegadas masivas. El Ineos se puso en guardia. Regresó la veleta de la tensión. La amenaza del siseo del viento remitió entre carreteras departamentales, sin lujos, de aspecto añejo. 

La presión continuó. Otra vuelta de tuerca. Los fugados no tenían intención de rendirse. Thomas, un pistard, cortó el hilo con Gougeard. Los inquietud era el lenguaje gestual de los favoritos. Lanzado el final, en un túnel de adrenalina, a Gougeard le quitaron la ilusión a menos de 500 metros. Para entonces, el mecano del esprint fijó las normas.

PHILIPSEN VENCE

A Carcassonne se entraba por un amplio giro a la izquierda. El interior de la curva era el mejor acceso. Philipsen tumbó la bici y limó el vallado, pero dio con la calle exacta. Jakobsen se obsesionó con Van Aert, que está en todos los sitios. A cada parpadeo brota el gigante verde. Lo intuyó Jakobsen. El neerlandés y el belga pujaron por el centro, sin atender el ángulo muerto, que es de dónde vienen los problemas. Philipsen brotó portentoso por ese hueco y derrotó a Van Aert y Jakobsen. La victoria extasió al belga. Pogacar le bautizó con agua. Le refrescó la alegría antes de la ceremonia del champán en el podio. 

Desde allí saludó Vingegaard, de amarillo, en la antesala del día de descanso, que no de relajo. El líder se mostró taciturno. Perdió a dos de sus mejores ciclistas en unas horas y él se cayó. No le dolía el cuerpo, pero sí la mente. De la mecedora al diván. Tal vez comience a pensar el líder en la maldición del Jumbo y en su propia fragilidad. Mientras tanto Pogacar observa con una maliciosa sonrisa cómo se agrieta el muro danés. Vingegaard se siente vulnerable.