En Saint-Étienne triunfó Julián Gorospe en 1986. No necesitó el consuelo y el susurro de los acompañantes. Se fugó él solo. Camina o revienta. Sin más abrazos que el de la respiración de uno mismo y la carretera. 150 kilómetros y cinco horas después de enredarse en ese viaje de lo improbable, logró el vizcaino asomarse a la victoria en una carrera, el Tour, que le molestaba como esas etiquetas que pican en el cuello. Gorospe arrancó aquella molestia. Ganó del tirón. Sin más plan que uno mismo. Un Quijote. Mads Pedersen prefirió escalonar su victoria, ideada en la mesa de ingeniería del Trek. Al danés, campeón del Mundo de 2019, le iluminó el arcoíris en el cielo azul fustigado por el sol en Saint--Étienne. En lugar de bajar al pozo minero, al pasado de la ciudad, construyó un puente para unirse al triunfo.
Pedersen contó con el báculo de Simmons. El ciclista más joven del Tour liberó a Pedersen de buena parte del tajo en la fuga. Le prestó sus piernas para que el danés las tuviera frescas en el momento en el que se calentara el esprint. El sacrificio de Simmons fortaleció al danés. Ese ahorro de energía durante la escapada junto a Küng, Ganna, Jorgenson, Houle y Wright le encendió para encaramarse a la victoria. Sin la presencia de Simmons, su mano amiga, Pedersen ejecutó la estrategia a la perfección. Lanzó un directo al mentón. De los seis, quedaron la mitad. En el trío derrotó con pasmosa facilidad a Wright y Houle.
UNA ETAPA RÁPIDA
Lo más parecido a una locomotora de un tren de mercancías emergió después de una salida propia del tren bala. Rodó el día sobre los raíles del traqueteo en un recorrido botón, una vez extinguidos los fastos de los Alpes, fantástico el relato entre la grandes montañas. De regreso al fatigoso suelo tras bailar a jadeos por los tejados del Tour, la carrera se agitó. El velocímetro disparado.
El tumulto por la fuga, una turba de dorsales que iban y venían en esa danza atávica, se lanzó. El estrés decorando un recorrido pestoso, tachonado de cotas y el sol soltando lengüetazos de fuego en la sartén francesa. El termómetro jugueteando por encima de los 30 grados y la sensación térmica estrangulando los pulmones. La canícula. En ese ecosistema, los fugados, forzudos, rodadores tremendos, estiraban y encogían al pelotón a su antojo. Acordeón.
UNA FUGA MUY PODEROSA
El Alpecin y el Lotto querían el esprint. Lo anhelaban. Les desmoralizaba la central de vatios de los siete dorsales huidos, tipos altos y fuertes. Ganna, dos campeón del Mundo contrarreloj, Küng, campeón de Europa de la misma disciplina, Pedersen, arcoíris en línea en 2019, Wright, un excelente rodador, al igual que Jorgenson y Houle y Simmons, el benjamín del Tour, 21 años, pero con un motor enorme. El muchacho acompañó a Van Aert en aquella aventura loca días atrás.
El currículo de los fugados, bien adheridos, repelía el empeño de los equipos de los velocistas, con el cansancio a cuestas, arrastrando los cuerpos al pozo minero de Saint-Étienne. Al Lotto se le cayó The pocket rocket, su velocista, Caleb Ewan. Gafado. No podría barrenar. Apagón. En los Alpes no solo se redactaron los renglones para la historia del Tour, también se deletrearon odas al castigo y al sufrimiento.
El calor elevaba esa sensación de pesadez en la Côte de Saint-Romain-en-Gal, donde se personaron los muchachos del líder para echar un vistazo. Se adelantaron todos los favoritos pero más por curiosidad que por otra cosa. La fuga lucía estupenda por carreteras secundarias, parcheadas, festoneadas por las cosechas afeitadas, donde los velocistas eran unos penitentes, cuentas perdidas de un rosario. Groenewegen sobrevivió a los tirones que liquidaron a Jakobsen.
ÚLTIMO INTENTO
Los camaradas del neerlandés decidieron tomar las riendas de la persecución en una aventura que se antojaba quimérica. Los fugados habían acabado con el Alpecin y el Lotto. Querían cobrarse otra pieza. El BikeExchange aceleró. Dientes apretados. No se dejaron y enajenaron al pelotón, de látigo en látigo. Sin respiro. En los descensos se tiraban los dados de la fortuna. Van Aert colocó sobre su grupa a Vingegaard. El guardaespaldas belga cuidaba de la salud del líder en el extrarradio del Macizo Central. Los fugados finiquitaron también al BikeExchange, exhaustos sus lebreles. La calma se instauró en el retrovisor.
ATAQUE DE PEDERSEN
El póquer estaba en la mesa del sexteto, que comenzó a desconfiar después de haber colaborado de buena fe. Cartas sobre la mesa. Pedersen, el más veloz, al que todos temían en caso de llegar unidos para jugársela en un esprint en petit comité, se anticipó. Antes de que el resto guerreara contra él, el danés empujó para derribar la puerta. Ariete. Campeón del Mundo en 2019, Pedersen se promocionó. Wright, un joven inglés, se pegó al danés. Le acompañó Houle. Ganna, Küng y Jorgenson levantaron la bandera blanca en el repecho. Se pusieron rojos, acalorados. Tachados.
El trío inició la liturgia del esprint, cada uno con su manual de estilo. Wright no lo quería. Saltó. Pedersen le agarró. Houle se cosió con problemas. El ritual del bizqueo, del resquemor, tomó la amplia llegada. Se pegaron a las vallas los tres. Pedersen, el más rápido, se sentía muy cómodo entre Houle y Wright aunque estuviera emparedado. El danés no tenía dudas. Solo pensaba en la coreografía del triunfo, en cómo salir en la foto. Eligió su distancia para completar su obra maestra. Se insertó con un compañero que le dio el aliento cuando la fuga se construía, seleccionó a sus acompañantes con un ataque y les mordió en el esprint. Pedersen resuelve en tres actos.