Lo he escrito otras veces, el Tour se ha convertido en un acontecimiento que supera al ciclismo, que sobrepasa al hecho deportivo. Su ubicación en el calendario, en el momento preciso en el que debuta el verano y explota en nosotros el ansia de vida, de buena vida, de nuevas emociones, de vacaciones que nos alejen de la rutina, de lo que nos ata cada día, proyecta sobre él una cierta idea de liberación, que se suma al potencial de la bicicleta como vehículo para viajar, para vivir aventuras. Y nuestras limitaciones para realizar esas peripecias que nos permitiría la bici, hace que las pongamos en acción como sueño, a través de los otros que sí pueden, de los corredores, sobre los paisajes que ellos recorren y sobre los que nos gustaría pedalear. Así nos proyectamos y los vivimos como fantasía, con ellos. Somos ellos, y somos los niños que fuimos cada verano, los que nunca dejaron de soñar. Y por eso el Tour necesita estar donde está, en estas fechas, porque si no estuviera ahí, sería otra cosa. Y por eso suscita tanto interés, incluso entre los que no son aficionados puros al ciclismo. Eso lo podíamos comprobar ayer, al ver que los noticiarios de todas las cadenas televisivas y de radio, incluso las que nunca hacen caso del ciclismo, mencionaban como gran noticia el arranque del Tour de France.

El resultado de la primera etapa, una contrarreloj de 13,2 kilómetros por las calles de un Copenhague lluvioso, resultó una sorpresa. No venció ninguno de los favoritos, sino un ciclista de los llamados trabajadores, de equipo, de los que se sacrifican para los líderes, el belga Yves Lampaert. Es un buen contrarrelojista, que ha obtenido victorias en esta especialidad, principalmente en su tierra, donde fue campeón de Bélgica el año pasado contra el crono, y este año ha sido segundo tras Evenepoel; pero era impensable que derrotara a las grandes estrellas, a Ganna, a Pogacar, a Van Aert, a Van der Poel, a Roglic. Y no se benefició de las condiciones meteorológicas, porque cuando disputó la crono el asfalto estaba tan mojado y peligroso como cuando lo hicieron las figuras. Lampaert, emocionado, dijo al final que había confiado en sus neumáticos, apurando en las curvas para obtener alguna ganancia, y después apretando a fondo los pedales. Yo me alegré, Lampaert representa un ejemplo para no rendirse, nos dice que no hay destino alguno que esté marcado, que nada está escrito de antemano; que hay que confiar siempre en uno mismo. Los favoritos, derrotados, estuvieron todos en su sitio, muy cerca unos de otros, a un puñado de segundos, que además pueden ser más achacables en algunos casos a la prudencia, para no caerse por la lluvia, que a una cuestión de fuerzas. Lo que también se evidenció es el gran potencial del equipo holandés Jumbo, que invita a pensar en una gran batalla estratégica de todo su conjunto para conseguir vencer a Pogacar.

La contrarreloj ganada por sorpresa a los favoritos por un buen corredor, no constituyó ayer una excepción. Recuerdo alguna otra similar que llegó a mis oídos. Una fue protagonizada en el Tour de 1967 por el irunés José María Errandonea, que venció en el prólogo, una contrarreloj de 5,7 kilómetros en la ciudad de Angers, derrotando a los favoritos, Gimondi, Poulidor; en un Tour que se llevaría finalmente Roger Pingeon, imponiéndose a Julio Jiménez, el relojero de Ávila, el gran escalador recientemente fallecido en un accidente de tráfico. Otra, más cercana, en la que el héroe fue González Linares, un buen contrarrelojista, un corredor de las mismas características que Lampaert, que se impuso en una contrarreloj de 7,2 kilómetros del Tour de 1970, ni más ni menos que a Eddy Merckx, en su época de más esplendor, y lo hizo en Angers, cerca de Bruselas y de la casa del caníbal belga.

Que el Tour de France es la carrera ciclista más importante del mundo, es un hecho admitido por todos. Y me pregunto por qué. No desde el punto de vista poético, como apuntaba al principio, en cuanto que se vincula con nuestra biografía emocional, sino desde un ángulo estrictamente deportivo, algo que también se considera una evidencia. Hay otras carreras, como el Giro, donde las proezas deportivas, históricas, desplegadas sobre sus carreteras han sido equiparables o superiores. Lo mismo se puede decir sobre las clásicas, o incluso respecto a la Vuelta. Pero si preguntáramos a la gente, quedaría, cualquiera de ellas, situada muy por debajo del Tour. Creo que los humanos tenemos una necesidad de clasificar y jerarquizar, en cualquiera de las actividades deportivas, científicas, culturales, y determinar en cada una un galardón máximo, el máximo exponente o premio que quien desarrolle tal actividad puede conseguir. Expresamos una necesidad de saber quién es el mejor. No sé si se trata de una construcción ideológica o una necesidad de las personas para establecer modelos para emular, y así progresar, mejorar. Ocurre en todo, en el cine están los Óscars, en la literatura y en las ciencias, los premios Nobel. Quien los gana se reviste de una aureola universal, como el mejor director del mundo, el mejor escritor, el matemático más inteligente, o el científico más innovador. En el ciclismo el Nobel le corresponde al vencedor del Tour de France.