Ese era el diagnóstico: cuadro ansioso-depresivo. Con 26 años recién cumplidos me encontraba sumergida en el fondo de un agujero muy negro, del que pensaba que no podría salir. Tras meses de estrés, ataques de ansiedad y un sentimiento profundo de soledad, acudí al médico de cabecera, como último recurso, ante una total desesperación por parar mi vida y volver a sentir que era yo misma.

A pesar de que me crucé con profesionales impecables, que me ayudaron y tendieron una mano para, poco a poco, llegar al punto en el que me encuentro ahora, también me encontré con profesionales que no mostraron ningún tipo de empatía, que apenas levantaban la mirada mientras tecleaban en su ordenador. Me encontraba viviendo mi momento más vulnerable y doloroso y, a pesar del dolor que suponía para mí narrarlo, fui atendida por ocho personas diferentes durante seis meses. Ocho desconocidos a los que tuve que explicar sentimientos que no entendía ni yo misma.

Gracias sanidad pública, gracias profesionales que me ayudasteis, o por lo menos lo intentasteis con todas vuestras herramientas, gracias a mi psiquiatra, que desde el primer día me atendió desde la ternura y la empatía, y gracias a mi psicólogo, el cual tuve el privilegio de costear durante un año y medio, porque no habría llegado aquí sin ti, y gracias sobre todo, a mí misma, por no dejarme nunca.

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