Es aquella que se enarbola en deseo de parlamento o rendición y en los buques en señal de amistad. En el discurrir de las guerras existen momentos en que el mayor acto de patriotismo, la prueba de que un gobernante es valiente, no un bravucón pendenciero, y ama en verdad a su pueblo es cuando decide izar la bandera blanca y arriar la del suicidio colectivo; a día de hoy, seamos sinceros, sabemos cuál es el futuro a corto y medio plazo de Ucrania: una derrota sin paliativos ni parangón en un país ya exhausto, devastado, que sobrevive boqueando artificialmente gracias a las transfusiones de armas que recibe para que sus soldados vayan al frente, convertido en una gehena: una orgía de muerte, sangre y fuego a escala monumental, a morir por una causa perdida tiempo ha; no lo llamemos derrotismo, sino cruel y cruda realidad. La famosa contraofensiva ha resultado ser un fiasco, una quimera, quizá una intoxicación –la verdad es la primera víctima en toda guerra–. Urge detener semejante escabechina de soldados de ambos bandos y también civiles. El papa Francisco ha sido tajante exhortando y alentando a Zelensky a dar un paso al frente: Alzar la bandera blanca y sentarse con su homólogo ruso para tratar de poner fin a ese calvario. EEUU, la UE junto con la OTAN deben apoyar sin fisuras ni egoísmos ese encuentro que propicie como fruto un armisticio que logre detener la hemorragia cauterizando las heridas. Rusia y Ucrania son dos países condenados a entenderse como buenos hermanos y no actuar como fratricidas. No echemos más leña a ese vía crucis.

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