Se marchó sin decir por qué y regresó a bombo y platillo en avión privado a una regata. Una provocación a Felipe VI -su hijo- que había acordado discreción, y un desafío a la monarquía -vestigio medieval- que, avanzado el siglo XXI y por (e)mérito propio, ve trepidar la tierra bajo sus pies.Ni explicaciones, ni perdón. Como en la ranchera, el emérito cree “seguir siendo el rey” del absolutismo. La edad, la soberbia y los palmeros que lo acompañan le impiden ver sus despropósitos. Tampoco ayudan, dañan más bien, los monárquicos que legitiman y celebran los pelillos a la mar.Si la monarquía añora un futuro, debe impulsar una ley de la Corona que acabe con la inviolabilidad modelo “barra libre” y obligue a una transparencia total y ejemplar.Juan Carlos I, que para no rendir a la Hacienda española tiene su residencia en el paraíso fiscal de Emiratos, mantiene sus honores: es emérito. Pero el honor, según la RAE, es el “cumplimiento de los propios deberes respecto del prójimo y de uno mismo”. ¿Qué honor existe, pues, en haberse librado por prescripción o inviolabilidad de diez delitos fiscales, uno de blanqueo de capitales y dos de cohecho pasivo impropio? Por menos, le revocaron el título de duquesa de Palma a su hija Cristina.