Yo odio a los que no profesan mi religión. Tú odias a los que graban con sus móviles imágenes de la tragedia y las comparten, en vez de ayudar a unos heridos. Él odia a todos los moros porque cree que son asesinos en potencia y ha oído algo sobre manteros y subvenciones públicas. Nosotros odiamos a una sociedad hipócrita que sabe que tan solo somos monigotes manejados por cuatro poderosos que prefieren enriquecerse en Arabia Saudí o Qatar antes que terminar con el yihadismo. Vosotros odiáis que hablen en catalán. Ellos odian que haya gente que aproveche un atentado para atacar nacionalismos, lenguas o incluso equipos de fútbol.

Y al final, con tanto odio se nos olvida amar a los que atendieron a los heridos, a los que interrumpieron una huelga, a los taxistas que trabajaban gratis para sacar a la gente de allí, a los que salieron al día siguiente a la calle a decir que no tenían miedo, a los que profesan una religión pero respetan las demás, a los que distinguen entre musulmanes y salafistas, a los que intentan informarse y no hacer caso de bulos malintencionados, a los que no aprovechan desgracias para mezclarlas con sus enemigos políticos, a los musulmanes que dicen “no en mi nombre”, a los que llenaron los hospitales por si hacía falta sangre. Amar a los que, en definitiva, son la inmensa mayoría.