Mi madre, Mari Tere, repetía una y otra vez que perder la cabeza es lo último. Se refería a la demencia senil. Ella no conoció el alzhéimer, nunca lo nombró y solo después de que se lo diagnosticaran hace ya más de 13 años comenzó a extenderse por los medios de comunicación este mal que afecta a unos 50.000 vascos. Precisamente, hoy se celebra el Día Mundial del Alzhéimer. Bien, pues mi madre ha perdido la cabeza totalmente. No sabe quién es, no reconoce a sus hijos, nunca ha conocido a sus nietos, no camina, ni habla. Solo mira, pero no sabemos si nos mira.

Mi madre siempre miró a la muerte de cara. Visitaba enfermos a menudo, tenía un sentido religioso que la impulsaba a actos de misericordia, aunque creo que anteponía la ética a la religión, el amor a la fe ciega. Nunca le escuché hablar de la eutanasia. Posiblemente, no entraba en sus parámetros mentales, vivió ausente a este discurso. Sin embargo, interpreto que hoy en día entendería la eutanasia como una solución justa para algunos casos. La cuestión es, ¿también para ella? Yo no tengo esa respuesta. Pero sí tengo claro que la solución no pasa por la endeblez, por el mirar hacia otro lado, como hicieron los socialistas en el Gobierno central, y tampoco pasa por los dogmas religiosos de los populares. Podría yo, su hijo, abrir en las redes sociales de Internet el debate sobre el derecho de mi madre a morir, para buscar apoyo, adeptos, financiación para una campaña (el crowdfunding tan de moda). Sin embargo, creo más en el espíritu del Derecho Romano, aquél según el cual es el Estado quien debe ocuparse de las cuestiones cruciales. Y el derecho a una vida y a una muerte digna lo es

Porque ahora mismo mi madre, como el resto de los ciudadanos del Estado español, tiene menos derecho que Frank Van den Bleeken, de 51 años y condenado a cadena perpetua por violación y asesinato, al que la justicia belga ha concedido el derecho a la eutanasia para poner fin a su “angustia” y al sufrimiento psicológico “insoportable”.

Desde luego, yo no me creo capaz de matar a nadie. Mucho menos a mi madre. La pregunta es retórica. Tampoco apoyaría que le aplicaran la eutanasia. No estoy preparado. Incluso diría que me siento muy tranquilo con mis incertidumbres. El problema radica en que apenas albergo esperanzas de que nuestros gobiernos asuman su responsabilidad y afronten el debate de la eutanasia como una manera de dignificar tanto la vida de quien rechaza esa opción como la muerte para quien la elige.