Hablar de ocho apellidos alemanes o de 64 generaciones consecutivas sin contaminación alguna en relación a la pureza de la raza aria, a la hora de idealizar al pueblo alemán, no deja de ser otra cosa que seguir alimentando uno de los trasnochados mitos de Occidente, mito que hace aguas por todas partes. Para corroborar esta afirmación basta con fijarse en los distintos fenómenos que van apareciendo cada vez con mayor asiduidad: uno de ellos es la presencia de jugadores pertenecientes a distintas etnias nada más y nada menos que en la todopoderosa selección alemana de fútbol, a la sazón campeona del mundo, hecho este que sin ser exclusivo cobra más importancia por la entidad del país. Hasta hace poco, hubiera sido impensable ver futbolistas de raza negra o de origen turco entrelazados con compañeros de rasgos teutones emocionarse a los acordes del himno alemán, y ahora nos parece de lo más natural. Todo esto es reflejo de una integración debidamente entendida: sus progenitores, emigrantes en su momento, se habrían preocupado, desde el respeto, en asimilar las costumbres del país de acogida e inculcar ese sentimiento a sus descendientes, contribuyendo de esta manera a enriquecer y fortalecer su cultura, sintiéndose orgullosos por ello. El fútbol, a veces, nos depara este tipo de grandezas.
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