El servicio a la donostiarra de la hostelería se ha implantado en Osakidetza. Han comenzado con los test de antígenos, las bajas y las altas, pero pronto pueden ser las analíticas de orina u otras pruebas. Todo es empezar. La atención primaria avanza hacia el caos. Colas soviéticas en los centros de salud. Y los efectos colaterales por la deficiente atención a los crónicos, las demoras en pruebas, diagnósticos y tratamientos en otras patologías, el deterioro de la salud mental de pacientes y personal sanitario y su desánimo que se traduce en adelantos de la jubilación abrumados por el desastre. Cambio en el sistema de conteo, con la dificultad añadida para saber si baja la incidencia. Falta de comunicación, también con el personal de la casa. Difícil solución a corto. Cui prodest?

Nos dijeron que era una guerra contra el virus. La de Gila. Carecíamos de inteligencia sobre el enemigo. Nuestros asesores técnico-científicos eran de andar por casa. Así, nos sorprendió la sexta ola cuando se rescindían los contratos de personal sanitario. A veces pienso que es un agente del virus infiltrado el que adopta las iniciativas. Y no vale echar la culpa a la ciudadanía y abroncarle con lenguaje inclusivo, eso sí, como a la presidenta del baloncesto escolar. Algo falla, además de la humildad debida del servidor público. Y no digo que sea fácil.

El miércoles al fútbol, y en el Atano III dejan de vacunar a las seis para abrir el bar y que puedan abrevar los aficionados realistas. Pero el jueves sin tamborradas.

Dice El Quijote, que no la Biblia, que Pablo de Tarso se cayó del caballo y vio la luz. La santa costalada fue ilustrada en el siglo XVII por Caravaggio, Rubens o Murillo, entre otros. Los malos jinetes hemos caído muchas veces, pero sin ver la luz; si acaso, las estrellas. Ahora vuelvo a caer. Se me cae el mito sobre la calidad de nuestra sanidad asistencial, que he contribuido a mantener y que ha funcionado con altibajos hasta que ha llegado el virus de marras. Ya no es suficiente la propaganda en los medios públicos. Nuestra gestión no es tan diferente a la de otros, aunque todavía me lo discuta en el súper una médico, más joven, precaria y entusiasta, recordándome que estamos por debajo de la media española en letalidad por coronavirus (número de fallecidos por cada mil contagiados) y mortalidad (óbitos por número de habitantes).

Pero el problema no es de ahora. Se arrastra desde hace muchos años, cuando un grupo de médicos desertaron del fonendo y se convirtieron, por arte de magia y del dedo, en expertos en gestión sanitaria y en directivos de la cosa. Cuando la propaganda convirtió al paciente en cliente. De aquellos polvos, con perdón, estos lodos. Quizás un análisis histórico, crítico e independiente aportaría soluciones.

Vacuna oligatoria

Vacuna obligatoria exigen algunos tolosas acodados en la barra del bar, al parecer, la postura favorita de los vascos. La idea es buena, en ese escenario donde fluyen las ideas a modo de bravatas de matasiete de zarzuela. En la práctica es diferente.

El debate comenzó a mediados del siglo XIX en Inglaterra, cuando se declaró obligatoria la vacunación de los niños contra la viruela y nacieron los primeros antivacunas, que consideraron la medida como un atropello contra la libertad del individuo y una inmoralidad inocular una enfermedad potencialmente mortal a personas sanas. Los disturbios que se ocasionaron obligaron a introducir una cláusula en la Ley de Vacunación de 1898 de “opositor consciente”, de tal manera que los padres de familia que no creían en la seguridad o la eficacia de la vacunación podían obtener un certificado de exención.

De partida, el alto porcentaje de personas vacunadas en España no invita a adoptar una medida tan desproporcionada como la obligatoriedad, que difícilmente tendría encaje en la legislación sanitaria actual, proclive a la colaboración ciudadana con las autoridades sanitarias. Caso diferente es el de Francia, por ejemplo, donde Macron debe emplearse más a fondo con las medidas disuasorias, de cara a unas elecciones. Y luego están las razones éticas que una medida de ese tipo conlleva.

En los últimos años, han decaído los principios de solidaridad y fraternidad frente a la libertad y autonomía del individuo. Frente al concepto de bien común, ha emergido el individualismo feroz, y el que más pite, capador o, como dice mi amigo Joserra, “aquí cada uno va a lo suyo menos yo, que voy a lo mío”.

Lo explica el Dr. Gracia Guillén, académico de la Real de Medicina. Se trata del concepto de utilidad real para un individuo concreto. Si nadie se vacuna, debo vacunarme y asumir posibles efectos secundarios graves e incluso la muerte, porque el riesgo de no vacunarse es infinitamente superior. Pero si se vacuna la mayoría, el virus no podrá circular y los no vacunados quedarán protegidos, sin asumir ningún riesgo. Estando casi toda la población vacunada, inmunidad del rebaño, el político, antes que adoptar una medida impopular ante una exigua minoría, tolerará a los polizones, gorrones, parásitos y free-riders, al tiempo que cunde la insolidaridad, legitimada bajo el nombre más digno de objeción. Son objetores y, quizás, objetores de conciencia, aunque su conducta poco o nada tenga que ver con la ética.

Vacunarse debería ser una obligación social. Pero si no se asume como tal, debe quedar claro que, salvo excepciones, se trata de un deber moral.

Hoy domingo

Después de haber visto la magnífica exposición de retratos de Anjel Jiménez, pedazo de artista, en el centro de jubilados de la calle Idiakez, activadas mis neuronas espejo, me enfrento a unos cardos y alcachofas. Bacalao en salsa verde y naranjas al Pedro Ximénez. Acompañando todo un brut nature Basondoa, ecológico, de uvas garnachas tintas de Lumbier y criado durante cuatro años en las bodegas de los hermanos Ibáñez Basterrica en la Valdorba, gentileza de un lector bienhechor. Café, un chupito de Remigio y a ver si hay peli nueva, cosa que dudo, para la cabezada.