doneztebe - ”Si tuviéramos la suerte de que volviera a circular...”, comentan con añoranza Julia Lanaspa Santamaría y Miguel Ibarrola García, pero con el realismo de quien sabe que sueña casi con un imposible. El recuerdo del Ferrocarril del Bidasoa que unió los pueblos de la cuenca desde Irun a Elizondo sigue vivo en ellos. Julia, a sus 92 años y propietaria del restaurante Santamaría, está como una rosa que acaba de brotar, y Miguel, con 84 años, jubilado de la banca, es cazador y pescador y uno de los más conocedores y cuidadores del río que les une. Ambos son vecinos de Doneztebe que vivieron y viajaron junto y con el tren que se acabó un día.

“Era muy bonito, precioso, viajaba mucha gente y nuestra vida giraba siempre muy cercana y unida al tren”, explica Julia, Julita para todos los que la conocen y la quieren. “En aquellos años ver pasar y llegar al tren del Bidasoa era un acontecimiento, la vida giraba en torno a la estación con la llegada de las pescateras y trapicheras (de trapicheo, negocio mínimo basado en regatear por géneros que escaseaban) que traían cosas que no había entonces”, recuerda Miguel Ibarrola que, por su profesión, viajó decenas de veces en el ferrocarril.

“De niños nos pasábamos las horas en la estación, viendo llegar y maniobrar a los trenes, descargar y cargar y cambiar los vagones, cuando llegaba la gente que en aquel tiempo era muy numerosa, los viajantes (ahora, representantes de comercio o comerciales) que venían a hacer sus compras o a vender; había un movimiento muy grande en aquella época”, comenta Ibarrola.

Julita Lanaspa tenía más motivos de relación con el ferrocarril, porque su padre, Felipe, era calefactor y tenía que residir en Elizondo. “La amatxo Dolores iba todas las semanas a Elizondo a llevarle la ropa limpia y recoger la usada, y nosotras llegamos a viajar muchísimas veces”, recuerda. Entonces, el establecimiento en el que servían comidas y daban alojamiento no llegaba ni de lejos al muy justificado y merecido prestigio y la calidad que tiene actualmente, una de las joyas de la corona de la gastronomía bidasotarra.

“Nos traían el pescado en el tren y yo salía a recogerlo con una carretilla, mientras Antonio (Apezteguía, su esposo fallecido muy prematuramente en 1970) me ayudaba a cargarlo para llevarlo a casa”, comenta Julita. Aquel pescado, con bastante probabilidad, lo traían dos mujeres pescateras (se les decía así) entrañables, Pepita Bizkarrondo y Lina, de olvidado apellido que te despertaba la curiosidad por el repentino y continuo cambio de tono de voz que debía ser por alguna cosa de garganta. Las dos se desplazaban, al menos, tres días por semana desde Irun, eran luchadoras como ellas solas y a más no poder valientes, llegaban siempre más gruesas de lo que eran en realidad con su mandarra de color azul marino o negro, y perdían peso enseguida. Abrían el refajo y de allí salían cartones de tabaco rubio, café, alubias..., un espectáculo; se tomaban un café con leche y a la plaza, a vender pescado y a pasar frío, mucho frío.

Miguel Ibarrola, empleado con su padre en el Banco de Vizcaya (sin sueldo fijo, trabajaban a comisión), viajó decenas de veces en el tren hasta Irun “a llevar y traer dinero. Entonces no existían los blindados de ahora”, pero afirma que “era un traslado seguro, nunca hubo problemas”. Estudiante de comercio en el colegio San Martín de Oronoz Mugaire, con 15 años y en 3º, lo tuvo que dejar para ayudar a su padre, también Miguel, y su escasa soldada le libró de la milicia, “porque no llegábamos al jornal y medio que debía entrar en una casa”.

En su memoria, aunque el ferrocarril obtuvo beneficios muy pocos años, “viajaba mucha gente”. Recuerda que Ignacio Lizaso, taxista y abuelo del campeón de remonte Iñaki Lizaso, “llenaba el coche de gente a la que llevaba a todos los pueblos de Malerreka, hasta Ezkurra o Eratsun”.

Él no confirma la leyenda urbana de que los trabajadores del trazado del tren hicieran huelga, como cuentan, en protesta “porque les daban salmón muchos días para comer”, pero sí asegura que ocurrió en la ferrería de Donamaría. Y también que la guardabarreras era una mujer que decía muturbeltza (morro negro) a la locomotora. Y Julita apenas recuerda tampoco que sus tíos salieran todos los días al tren “a buscar clientes entre los viajeros” y llevarlos a casa. Pero coinciden los dos en que “sería muy bonito volver a ver el tren a orillas del Bidasoa”.