Tienen un carácter diametralmente opuesto. Rosivan es un chute de adrenalina, una explosión de júbilo y vitalidad. Katia, más apocada, sonríe tímidamente cada una de las ocurrencias de su compañera. Quizá por ello, por ser como la noche y el día, se complementaron tan bien durante su estancia en prisión hace casi una década. Se han hecho amigas, y tratan de dejar atrás aquella etapa de sus vidas en las que vieron mucho y callaron otro tanto. Representan, dicen, la triple alianza de la condena: mujeres, inmigrantes, y con experiencia penitenciaria. "Antes pensaba que quien entraba en la cárcel era porque algo habría hecho, pero una vez que estás dentro y conoces tantas situaciones y a gente tan diferente, descubres que son injustas muchas de las cosas que ocurren". A Katia Reimberg, vecina de Donostia de 37 años, le cayeron cuatro años de prisión, la mitad de ellos en régimen cerrado.

Trabajaba en un club de alterne. Era la mami, la chica de recepción que limpiaba las sábanas y velaba por el buen orden del local. El establecimiento era objeto de redadas habituales por parte de la Policía Nacional. En una de ellas, a Katia se le complicó la vida. "Encontraron cocaína en mi mochila. Yo jamás la puse. Diez bolsas listas para vender, escondidas en una caja de chicles. En total había 2,55 gramos", rememora la brasileña.

Tras permanecer tres días en el calabozo, se dejó aconsejar por su abogada que, con el fin de eludir la cárcel, le propuso que alegara que era consumidora de esas sustancias. No fue la decisión más acertada. Cuando le practicaron las analíticas, el resultado salió negativo. Es decir, a efectos legales no era usuaria sino traficante, por lo que la condena fue mayor. "Una vez que entras en la cárcel, nadie cuestiona el delito, pero te ves obligada a aprender a vivir ahí, y pierdes la personalidad. Te tienes que adaptar, te dicen que veas y calles", subraya.

En régimen cerrado lo pasó muy mal, pero tuvo que hacer un esfuerzo por cambiar de mentalidad. Aquel año, 2007, su permiso de trabajo y residencia quedó en punto muerto. Habla Katia de la paradoja de una sociedad que "te juzga, te manda a la cárcel para reinsertarte, se supone que para ir por el buen camino, pero cuando sales nadie te pone las cosas fáciles". Esta mujer dice sentirse como un "fantasma", juzgada por el Código Penal y la Ley de Extranjería. "En realidad llevo ocho años de condena porque no puedo pleitear, ni tramitar mi permiso de residencia. Soy un fantasma que, sin embargo, paga sus impuestos. Y ser un fantasma es muy triste porque no existes".

La ‘mula'

Delito de salud pública

Tráfico de estupefacientes

La mayor parte de las mujeres que están en prisión cumplen condena por un delito contra la salud pública. Es habitual que caigan en las redes del soborno, algo que no ocurrió con Rosivan Cirino. "Yo fui de mula. Atravesaba una época vulnerable de mi vida, había denunciado a mi expareja por maltrato, y vivía en un piso de acogida en Donostia. Psíquicamente no estaba bien, y me puse en contacto con una persona que vendía la droga. Le propuse traerla desde Madrid, y con ese dinero tenía previsto alquilar un piso en Lasarte-Oria. Fue una decisión mía, con dos hijos a los que quería proteger de mi anterior pareja", admite la mujer.

La Policía le detuvo en la estación de Amara con medio kilo de cocaína. "En ese momento mi mundo desapareció. Era la primera vez que denunciaba a mi marido y por querer proteger a mis hijos me metí en la boca del lobo".

La vida de estas dos mujeres, junto a la de María Teresa Valencia, queda reflejada en La mochila invisible, un documental producido por la Asociación Bidez-bide y dirigido por Laura Hernández, cuya presentación oficial tendrá lugar el viernes en el Museo de San Telmo.

"Queremos sensibilizar a la población, y quitarnos la sensación de culpa que tenemos después de lo que nos ha ocurrido". Katia reconoce que la vida en la cárcel es muy dura, "sobre todo para las mujeres con hijos, de ahí que tengamos mucho respeto por todas aquellas personas que nos han ayudado durante este camino".

Rosivan tiene un hijo de 18 años que padece de autismo. Cuando ingresó en prisión no tenía familiares que pudieran echarle una mano. El chaval contaba entonces con 12 años, y tuvo que dejarlo a cargo de la Diputación, que lo derivó al centro Uliazpi.

El más pequeño se quedó en acogida con los abuelos paternos. "Pero el problema no se acaba cuando sales de la cárcel. Una vez que has cumplido tu condena, sigues pagando el delito. Reconozco que cometí aquel error, pero no he vuelto a tener ninguna relación con las drogas. Sin embargo, no puedo estar a solas con mi hijo pequeño cada vez que quiero, y siempre debo hacerlo en compañía de una educadora. Ya pagué el delito, ¿por qué me sigue condenando la institución?".

La mujer agradece, eso sí, el apoyo que le han brindado personas "como el profesor Félix Martínez, de Gautena".