NUEVA Zelanda es el lugar de la Tierra más alejado de nosotros. Hoy en día que para hablar con algún habitante de aquellas islas lo único que hay que hacer es marcar su número y, con ciertos programas de Internet, inmediatamente podemos no sólo hablar sino vernos las caras, puede parecer extraño que le demos importancia a la inauguración de la primera central telefónica automatizada en Donostia. Para entenderlo debemos ponernos en la época. Debemos recordar cómo era la comunicación telefónica entonces. Cada abonado estaba unido a la central mediante un par de hilos conductores -lo mismo que hoy-. En la central, cada abonado tenía un enchufe, con una luz o una lengüeta metálica que indicaba si estaba haciendo una llamada. Al ver la indicación, una telefonista -la mayor parte de las veces eran mujeres- conectaba su casco, que consistía en un auricular y un micrófono, para hablar con el abonado. Al enterarse de a quién quería llamar, conectaba un cable desde el enchufe del que llamaba al del llamado y de ese modo se establecía la comunicación. Además, la telefonista tenía que estar atenta a la finalización de la conversación para volver todo a la posición inicial de espera.

Era un trabajo muy manual que exigía muchísima mano de obra y que hacía que tener teléfono fuera tan sólo cosa de empresas o de ricos. Cuando se hicieron las primeras pruebas del teléfono, lo que se intentaba era transmitir voz entre dos puntos. Era una comunicación punto a punto. Cada línea comunicaba los dos extremos y nada más. Si una persona, por ejemplo un empresario, quería comunicarse con dos lugares, necesitaba tener dos líneas distintas. Si quería hablar con tres, necesitaba tres líneas. Muy pronto se hizo evidente que aquello no era viable, que lo que había que hacer era algo que permitiera con la misma línea hablar con distintos lugares. La solución para lograrlo fue hacer centrales de conmutación. Cada usuario tenía un cable -uno sólo- desde su domicilio hasta la central y allí alguien se encargaba de conectar una línea con otra. Así nacieron las primeras centrales de conmutación. No sorprende saber que desde aquel mismo momento se pensó en hacer un sistema automático, es decir, un sistema que comunicase una línea con otra sin necesidad de que interviniera una persona para hacerlo y las razones para ello no tenían que ver únicamente con el costo, también lo era la confidencialidad. En el sistema manual, el/la telefonista siempre podía escuchar las conversaciones; con el automático no. De hecho, la primera central automática se le ocurrió al estadounidense Almon Brown Strowger para lograr la confidencialidad. Strowger poseía una funeraria en Kansas. Su empresa iba bastante mal, pues la mujer de un rival era telefonista y siempre que alguien llamaba pidiendo que le pusiera con una funeraria, ella recomendaba la empresa de su marido. Strowger hizo las primeras pruebas de una central automática en 1888 y obtuvo la patente en 1891. A las centrales que él fabricó les dio el poco original nombre Strowger. La primera instalación comercial de este sistema se hizo entre 1892 y 1895 y constaba de 100 líneas. Es decir, automáticamente cada una de las cien líneas podía comunicar con cualquier otra. Tal vez piense que cien líneas es muy poco, pues tan sólo cien abonados en grandes ciudades era ridículo, pero la verdad es que Strowger ya había pensado en ello. No hay ningún problema en que muchas centrales de conmutación se unan y se amplíe el número de abonados todo lo que sea necesario. El único problema es el de los números. Para conmutar entre cien abonados bastaban dos números (desde el 00 hasta el 99), pero para hacerlo hasta mil se necesitaban tres cifras, hasta 10.000, cuatro y así sucesivamente.

Aquella primera central de conmutación automática se instaló en La Porte (EEUU) y muy pronto le siguieron otras ciudades estadounidenses. En 1910 había 132 ciudades que tenían el sistema y atendían a unos 200.000 abonados.

Un problema que tenían las centrales Strowger es que se necesitaban cinco hilos desde el domicilio del abonado hasta la central y el cliente debía tener una potente batería eléctrica en su casa. Posteriormente sustituyeron las baterías en el local del cliente por unas más grandes ubicadas a la central y que daban servicio a todos los abonados. Unos años después Keit, Laulquist y Ericsson redujeron a dos los hilos de la línea. Recuerde el nombre de Ericsson.

Las primeras instalaciones en Europa se hicieron en 1910 en Alemania. Utilizaban el sistema de Strowger pero fabricado por Siemens en su propio país. En España se instaló la primera central en Balaguer (Lleida) en 1923, era de la marca alemana y tenía capacidad para mil abonados.

El 5 de noviembre de 1908 se concedió a Donostia la licencia para tener su propia red telefónica que se llamó Red Telefónica Urbana Municipal. Mes y medio después se concedía a la Diputación de Gipuzkoa la titularidad de otra red para toda la provincia. Ni que decir tiene que en los primeros momentos ambas redes eran manuales. En la década de los años 20 era evidente que el sistema manual no era el más adecuado. La red de Donostia pensó que había que automatizar y buscó los mejores fabricantes del mercado, no sólo de centrales sino también de teléfonos y de toda la infraestructura. Por ejemplo, la conmutación automática significaba que había que cambiar el teléfono de cada abonado por otro con disco para marcar. Tras hacer la búsqueda correspondiente llegaron a la conclusión de que el mejor para sus necesidades era Ericsson (¿Recuerdan al inventor que pasó de los cinco hilos de las Strowger a solo dos?). La empresa sueca L. M. Ericsson instaló su central Ericsson AGF, con capacidad para 5.000 abonados ya ampliable a 10.000, en la calle San Marcial en el número 29 y fue inaugurada tal día como hoy, el 13 de junio de 1926. Con ello se convertía en la primera capital de provincia con el servicio totalmente automatizado. Más arriba hemos dicho que la primera central automática fue la de Balaguer, pero el número de abonados era inferior al de Donostia-San Sebastián. Mirando en la hemeroteca de aquellos días nos encontramos con los siguientes titulares: Adiós a la telefonista (La Voz de Guipúzcoa), El prodigio realizado (La Voz de Guipúzcoa), Cambio de sistema. En muy pocas horas se ha establecido el teléfono automático (El Pueblo Vasco).

Aquella central de la calle San Marcial estuvo prestando sus servicios hasta noviembre de 1987 y hoy parte de la misma está en Kutxaespacio.

Inventor

Antonio Meucci

Si hablamos de Alexander Graham Bell sonará a todo el mundo y muchos dirán que es el inventor del teléfono; sin embargo muy pocos asociarán a Antonio Meucci con este dispositivo. El problema ha sido que durante muchos años se consideró a Bell como el inventor aunque las patentes estuvieron sometidas a litigio desde el primer momento. La historia de Meucci es una prueba de que un hombre pobre tiene muy difícil defender sus derechos y luchar contra un ejército de abogados bien pagados.

Meucci había nacido en Florencia en 1808 y se instaló en Nueva York en 1850. Su esposa era reumática y construyó el primer teléfono en 1855 para poder hablar con ella desde su oficina. En 1860 hizo la primera demostración pública de su invento: se pudo oír la voz de un cantante a bastante distancia y la prensa italiana de Nueva York publicó el evento e incluso los esquemas de funcionamiento. En 1861, en la explosión del vapor Westfield, sufrió graves quemaduras. Se quedó sin poder trabajar y su mujer vendió todos sus trabajos a un prestamista por seis dólares. Cuando mejoró su salud y trató de recuperarlos la casa de empeños dice que se los ha vendido a un joven y fue incapaz de recuperarlos. Durante los años 1861 a 1870 Meucci reconstruye su invento y trata de patentarlo, pero cuesta 250 dólares que él no tiene; por eso se conforma con los trámites preliminares que son mucho más baratos y los renueva en 1872 y 1973 y no puede seguir haciéndolo por falta de dinero. La historia a continuación es bastante rocambolesca. Meucci intenta que la Western Union vea su invento, les manda los planos, no le contestan, insiste… por fin le dicen que los han perdido, aunque hay algunos historiadores que defienden que se los hicieron llegar a Graham Bell, pero no hay pruebas de ello.