Ya está. La campaña electoral, esos juegos olímpicos del voto que también se celebran cada cuatro años (salvo en Madrid, que a Ayuso se le hace larga la espera), vivió ayer su fiesta de clausura. Se apagó el pebetero y hoy, ya a oscuras, sin los focos de los mítines que nos deslumbren, sin los carteles de colorines en los que cada partido se vuelve monocromático sin darse cuenta de que todos unidos pueden formar el arcoiris, hoy nos toca a nosotros reflexionar. Ya saben, esa jornada en la que volvemos a vivir por un día en una especie de dictadura donde está prohibido realizar actos políticos de campaña, repartir propaganda electoral y mucho menos pedir directamente el voto, tampoco en las redes sociales, bajo pena de “tres meses a un año de prisión” o diferentes multas económicas. Así que los candidatos políticos escenifican su última obra de teatro antes de pasar por las urnas, con forma de escapada a la montaña, cocinando en la sociedad gastronómica, leyendo un libro o saliendo a comprar al mercado tradicional, que sale más bonito.

Toca recoger la barraca que, como pasa con los adornos de Navidad, es una actividad odiada por lo que significa... el final de la fiesta. En Cantabria, el partido de Miguel Ángel Revilla se va ahorrar el engorro de recogerlo todo porque han inventado la furgomitineta donde, como las barracas, el político hace su show sin bajar de la camioneta. Y ayer, a medianoche, alguien cerró la tapa, arrancó el motor y a otro lado y a otra cosa... ¡Campaña y se acabó!