- En plena emergencia sanitaria, con una opinión pública conmocionada por el trágico devenir de una pandemia, y con un confinamiento que parece sacado de la ciencia ficción, la monarquía española se ha pillado los dedos con su propio secretismo, y ha manejado los tiempos y la comunicación con una llamativa torpeza.

Crisis sobre crisis, que derrumba aún más la figura de Juan Carlos I, y que erosiona sensiblemente la de Felipe VI, que ya venía siendo cuestionado en amplios sectores en cuanto a su obligación de arbitraje y moderación en el conflicto catalán.

La sucesión de acontecimientos, la falta de anticipación y la desconexión social han llevado a la Casa Real a calendarizar sus decisiones en función de sus intereses, alejada del pulso de la calle, en unas jornadas históricas marcadas por una pandemia mundial, donde el papel que ha jugado la jefatura del Estado ha sido cuanto menos cuestionable.

La sucesión de informaciones a lo largo del mes de marzo, sobre la presunta corrupción monárquica tuvo su colofón el día 14, el mismo sábado en el que se decreta el Estado de Alarma, cuando The Telegraph publicó que Felipe VI aparece como el segundo beneficiario de la cuenta bancaria vinculada a una donación de Arabia Saudí a su padre.

La Casa Real reacciona 24 horas después, el domingo 15 de marzo, primer día de confinamiento para anunciar la retirada de la asignación presupuestaria a Juan Carlos I y anunciar la renuncia de Felipe VI a esa herencia o a otras cantidades que "puedan no estar en consonancia con la legalidad". La cuestión era reaccionar públicamente rápido, un año después de que Zarzuela conociera esta situación, en marzo del año pasado.

El comunicado comportaba una doble sombra, tanto en su contenido como en la fecha emitida, dentro de un contexto de excepcionalidad del que no hemos salido, cuando la gravedad de la pandemia ya asomaba con crudeza. Por si fuera poco, emitida la respuesta, la Casa Real se convirtió en rehén de su propia estrategia, y el día 16 y 17 la Zarzuela no dijo ni pío sobre al alerta sanitaria. Lo único, limitarse el martes 17, cuando el silencio de la Casa Real sobre el virus empezaba a causar indignación, a anunciar un discurso para el miércoles.

Y llegó el mensaje, en paralelo a una cacerolada histórica, y el discurso fue previsible, flojo e impostado. Dirigido desde un atril que conectaba con la idea de un púlpito.

En una imagen clásica, a simple vista superada por la trascendencia y gravedad de la situación social. Una especie de quiero y no puedo si pretendía trasladar cercanía y un silencio absoluto en cuanto a las cuitas familiares convertidas en problemas de Estado. Tras el discurso del 3 de octubre de 2017, Felipe VI, casado con una periodista, volvía a protagonizar una noche para recordar críticamente. No ya por sus carencias en oratoria, que serían lo de menos, sino por la transmisión de que no puede ni quiere desprenderse de un peso cada vez más desconectado de una sociedad democrática, plural y de nuevo atribulada.

Una desconexión que se va haciendo palpable con el paso del tiempo, en paralelo a la caída del mito que se labró sobre el padre. Una crisis que rebrota en un momento delicadísimo en el que todo va a quedar sometido a prueba.

A tenor del análisis que plantean Paco Jiménez, Iñaki Anasagasti, y Josep Ramoneda en estas mismas páginas, la Casa Real tiene motivos para preocuparse y empezar a pensar en la necesidad impepinable de un cambio de rumbo. A no ser que se consuele con los elogios cada vez más teatrales y abultados de la derecha.