Con los agricultores cabreados en las carreteras, un recorte descomunal en los Presupuestos de la UE, o la inquietud en la gran industria por el plan energético, en el Congreso se suceden las preguntas sobre la vicepresidenta de Venezuela, la cesión al independentismo o el nepotismo en los cargos públicos. La desconexión entre la calle y el Parlamento en estado puro. En el pleno de control al Gobierno, basta una pregunta sobre el índice de paro para que el debate se transforme en cuál es la incidencia del pacto con los soberanistas en el desempleo; o basta una referencia al cese del presidente de Efe para que Pedro Sánchez apele a la corrupción de Gürtel y el PP grite a coro "ERE, ERE". No hay descanso para el espectáculo bochornoso.

La permanente trifulca, agitada por una derecha beligerante sin desmayo, se lleva por delante cualquier invocación al diálogo y al acuerdo sobre las reformas pendientes. En esta semana, las primeras comparecencias de varios ministros en comisión han alargado el serial de críticas despiadadas de la oposición, desde donde Vox clama en el desierto con diatribas ensordecedoras. Eso sí, nada comparable con el examen de idoneidad a Dolores Delgado para el cargo de fiscal del Estado, al que llega acribillada de improperios, aunque no lo acuse demasiado. Le ocurre como a José Luis Ábalos, objetivo inmisericorde de acoso y derribo en la estrategia del PP desde su inexplicable cita con la mano derecha del dictador Maduro en el manejo del oro y las divisas. El Delcygate continúa imparable hacia los tribunales aunque el Gobierno se esfuerza por minimizarlo como asunto sin interés ciudadano, que también. Sin embargo, en el equipo de Iván Redondo y en más de una cancillería empieza a preocupar el alcance de esta incómoda denuncia y su razón de fondo.

Pero Sánchez centra sus desvelos en Catalunya. De momento, el plan se cumple. Los independentistas condenados ya van encontrando trabajo para aliviar su pena de cárcel. La mesa de diálogo ya no es una entelequia. El atribulado Quim Torra gana el pulso efectista de la fecha de la reunión, pero acabará sentándose a negociar sin mediador internacional de por medio todavía. La delegación española no podrá ser acusada de integrista. Con todo ello queda formada buena parte de la hoja de ruta más posibilista para que ERC mantenga su principio de apoyo al PSOE en la aprobación de los Presupuestos. Además, el significativo guiño del Gobierno al PNV con el cronograma de transferencias pendientes ensancha el campo de adhesión al auténtico objetivo del presidente socialista. A cambio, los unionistas cargan su argumentario para los próximos meses sobre la machacona ideas de que el Estado se desintegra con la ruptura de la caja única de la Seguridad Social. La campaña de desprestigio en torno al Concierto y el Convenio Económico será una broma comparada con la cruzada que asoma. Hasta puede ser una distracción en PP y Ciudadanos mientras digieren el sapo de su coalición (?) en Euskadi y así disponen de la herramienta para armar un discurso reiterativo ante las elecciones del 5 de abril. De momento, la desconsideración de Génova hacia Alfonso Alonso alcanza cotas humillantes. O, sencillamente, evidencia la manera más rápida de enseñarle la puerta. Eso sí, Casado y García Egea no se atreven a repetir tan artera jugada con Feijóo. Las consecuencias de este despropósito pueden ser devastadoras para la suerte de un partido que sigue desnortado ideológicamente, en buena parte por la incapacidad manifiesta y la propensión obstinada al error de sus bisoños dirigentes.

En cambio, las primeras desavenencias públicas en la coalición de izquierdas no pasarán a mayores. El fuego se ha extinguido con rapidez. Existen roces, pero son de baja intensidad y con cuidadoso ceremonial por parte de Pablo Iglesias, leyendo cada réplica para no salirse del guion. Era comprensible que en un tema sobre igualdad y con el 8 de marzo a la vuelta de la esquina, Irene Montero ganara el pulso. Otra cosa bien distinta es el desaire a los empresarios con la decisión de Trabajo de eliminar las subcontratas. Un enfado inferior al de los jornaleros, temerosos de un acuerdo imposible en Europa.