casi cien días de su mandato presidencial, Joe Biden se dirigió al pueblo norteamericano a través de un discurso en el Congreso de Estados Unidos, donde la escasez de asistentes a causa del covid y el poco brío a que el nuevo presidente nos tiene habituado, se unieron a la sorpresa ante sus propuestas de gobierno

Si lo desangelado era previsible, no lo era su programa, que pone a Biden, un hombre que jamás se distinguió por sus bríos políticos y que dio a entender durante su parca campaña que sería la voz de la moderación y el vehículo para curar las divisiones entre los norteamericanos, en la línea de los presidentes más progresistas en la historia del país.

No solo presentó un programa de gasto público descomunal, de 6 billones de dólares que se elevan a 10 cuando se suman al presupuesto nacional y que va camino de poner la deuda federal en 30 billones, sino que los fines a que quiere destinar este dinero representan una revolución para el concepto de vida norteamericano.

Este gasto lo presentó Biden como un programa de "inversiones" muy parecido a los planteamientos europeos que en Estados Unidos se entienden como socialismo. Hasta ahora, para los norteamericanos, semejantes programas significaban vivir de la sopa boba, es decir, dejar el bienestar de todos en manos del Estado y limitar las ambiciones personales en aras de una mayor justicia social.

Esta no ha sido la trayectoria del país al que los europeos emigraron durante siglos y que les ofrecía pocas garantías pero muchas oportunidades. En Europa calificamos a menudo este sistema de "capitalismo salvaje", pero al cabo de un par de siglos de constituirse en país, las 13 colonias fundadoras de Estados Unidos, se habían convertido en 50 estados y en la primera potencia militar después de la Primera Guerra Mundial y, al acabar la Segunda Guerra Mundial, era también la primera potencia científica, tecnológica y financiera.

A esto se suma que, por mucho que el resto del mundo se burle de la afición norteamericana a las hamburguesas, su pobre estilo a la hora de vestir o sus gustos plebeyos, el país es ahora un referente cultural, copiado incluso por los mismos que lo menosprecian pero visten con camisetas norteamericanas y hasta se calan las gorras de baseball al revés.

Ya no son solo los europeos, sino los asiáticos, africanos y sudamericanos quienes emigran a este país supuestamente salvaje y hostil en busca de oportunidades y una vida mejor.

Ahora, en medio de las crisis económicas, los norteamericanos también han capeado los temporales mejor que el resto del mundo y es gracias a su tecnología e inversiones que ha sido posible conseguir una vacuna contra el Covid en un plazo mucho más breve de lo que nadie podía anticipar.

No es que sus investigadores sean más listos, pero el país les ofrece una infraestructura para hacer productivos sus hallazgos. El caso de la vacuna Pfizer es un buen ejemplo, pues los científicos turcos asentados en Alemania que hallaron la fórmula para producirla, tuvieron que recurrir a una empresa norteamericana, detrás de la cual había el respaldo del gobierno de Estados Unidos.

Pero si el resto del mundo mira hacia América, parece que a los norteamericanos cada día les gusta menos ser una superpotencia y Biden y su equipo se muestran dispuestos a bajarse del carro para seguir los modelos de otros países con grandes programas sociales pero con menos logros económicos o tecnológicos.

En realidad, uno puede preguntarse si Biden refleja el sentir de la mayoría de sus ciudadanos, o más bien aprovecha la posición en que se encuentra para tomar medidas revolucionarias que muchos temen que serán irreversibles.

Lo cierto es que los cambios propuestos en el discurso del miércoles, sumados a otras medidas ya tomadas en los cien días que lleva en la Casa Blanca, darían pie a pensar que Biden cuenta con un gran apoyo popular. Pero lo cierto es que la mayoría electoral que le llevó al poder es de poco más del 3% lo que hace sospechar que casi medio país podría estar tan sorprendido como descontento ante la sociedad que les quiere imponer.

En Europa son medidas habituales, pero en Estados Unidos ni la universidad ni el parvulario ni la atención médica son gratuitos, ni las vacaciones largas. Y cambiar esto es lo que Biden le ha propuesto al país. La factura, asegura, se puede pagar fácilmente subiendo los impuestos "a los otros", es decir, a los muy ricos.

Los que ganen menos de 400.000$ anuales no verán, según sus propuestas, aumentos fiscales y quienes pagarán serán las empresas grandes y los supermillonarios. Muchos temen que las cuentas no salgan, que tanto las grandes empresas como los multimillonarios emigren a prados más verdes y acogedores y que las facturas públicas se queden sin pagar lo que acabaría llevando a una inflación que empobrecería a todos, empezando€. por los más pobres.

De momento, es probable que las consecuencias de esta nueva política no sean visibles, porque después de un año de contracción económica por el covid, el país está registrando un crecimiento explosivo que este trimestre superó el 6%: la gente se está lanzando a los centros comerciales después de un año de encierro; y lo hace con los bolsillos repletos gracias a los cheques de 1.200$ el año pasado primero y de 1.000$ este, que el gobierno ha distribuido generosamente a casi todos.

A las medidas económicas se añaden otros cambios sociales, como un gran incremento en el número de inmigrantes o nuevos controles sobre el sistema educativo, o los intentos de ampliar el número de estados para ganar escaños demócratas, o de añadir magistrados al Tribunal Supremo, para poder alterar a gusto la Constitución.

Semejantes cambios, de gran envergadura, serían probablemente aceptados si correspondieran a un amplio mandato popular, como ocurrió hace ocho décadas con Frank D Roosevelt, quien introdujo reformas importantes, pero Biden solo ganó por un 3% de ventaja las elecciones y lo hizo con la ayuda de votos de centro y moderados que simplemente querían librarse de un personaje como Donald Trump.

Quizá por eso, Biden -o quizá el equipo que lo maneja- tiene prisa: dentro de 18 meses vuelven las elecciones parlamentarias que podrían quitar a los demócratas la escasa mayoría de que gozan en ambas Cámaras: en el Senado tan solo dominan por un escaño y en la Cámara su ventaja es de tan solo de 6, lo que significa que el cambio de un solo senador o de cuatro congresistas devolverían a los republicanos el control legislativo y podrían bloquear los programas de Biden.