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Ni siquiera El Bulli, símbolo de la cocina de diseño comandado por Ferrán Adriá, logró capear la tormenta y bajó la persiana hace dos años para refundarse. El cierre del famoso restaurante escenificó que la excelencia culinaria también perdía dinero. Ferrán Adriá aseguró que facturaban 2,5 millones de euros cada año, pero la mayor parte de esa cantidad iba destinada al taller de creatividad, "nuestro I+D". Adriá y su socio Juli Soler tenían que aportar cada año a El Bulli casi medio millón de euros de ingresos externos para lograr mantener las cuentas sin números rojos.

Las dentelladas de la crisis son profundas. El lujo no llena la caja y los profesionales hablan de una caída media en la facturación desde 2009 por encima del 30% porque los clientes buscan gastar menos y lógicamente huyen de los establecimientos con precios más altos. El chef guipuzcoano Martin Berasategi reconoce que "seguramente es uno de los momentos más duros que ha vivido nunca la cocina". Por su parte, Juan Mari Arzak corrobora la precaria situación, aunque aquí acude a comer gente de Japón, China o Tailandia y eso nos permite ir saliendo de esta", subraya Arzak.

De que los fogones de alta gama han perdido lumbre da fe que el restaurante del chef Sergi Arola fue precintado hace un mes durante el servicio de comidas, con 40 comensales en el establecimiento, por impagos a Hacienda que ascendían a los 148.000 euros. El cocinero se quejó del modo en que los inspectores actuaron en su restaurante, después del "servicio de representación al país" que consideraba había realizado durante años. "No soy un caso único", replicó, quizá teniendo en mente al reputado repostero Paco Torreblanca, que se declaró a comienzos de mes en concurso voluntario de acreedores de sus negocios de pastelería.

Arola explicó que llevaba meses negociando con Hacienda el pago de su deuda y que no fueron avisados de la medida que la Agencia Tributaria ordenó tomar. La situación era tan desesperada que el propio chef se vio obligado a poner a la venta su moto Harley-Davidson y su chalé de dos plantas en el barrio madrileño de Chamartín. La historia, que inevitablemente ha manchado el prestigio de Gastro, ha tenido final feliz, ya que el chef ha conseguido llegar a un acuerdo con el fisco y ha podido reabrir su local en Madrid.

Cocineros desconocidos y mediáticos comparten penurias. Y así ha sucumbido también Can Fabes, templo de la restauración fundado por Santi Santamaría, cocinero catalán fallecido en 2011 a los 53 años por un ataque al corazón. La familia, que continuó el sendero labrado por Santamaría en un servicio de alta cocina tradicional catalana, ha tirado este mes la toalla y ha admitido las graves complicaciones económicas que atraviesa el restaurante.

Can Fabes, situado en la localidad de Sant Celoni, en Barcelona, dejará de funcionar el próximo 31 de agosto tras más de tres décadas de servicio. "En estos tiempos tan difíciles para la gran cocina de nuestro país, Can Fabes carece de la viabilidad económica necesaria para seguir con un proyecto basado en la excelencia".

"Es un equipo muy grande, aparte del coste de ofrecer un producto de alta calidad que no queríamos negarnos a seguir dando. Hemos llegado al momento en que esta excelencia no la podemos mantener", explicó Regina Santamaría, hija del difunto cocinero. "Es un momento malo para todos porque es una época complicada, la alta gastronomía es un lujo. Este es un sitio donde celebramos y tenemos momentos únicos y es evidente que estos momentos son los que vamos reduciendo cuando tenemos que recortar en casa". Desde Can Fabes, la familia del galardonado Santamaría lamentó que desde las distintas administraciones no se dé el apoyo necesario a las pymes "que cada vez tienen más dificultades para salir adelante".

Este último ejemplo solo ratifica que la alta cocina nunca ha sido un negocio rentable. Una sentencia en la que coinciden la gran mayoría de cocineros que regentan restaurantes con estrellas Michelin, el único rating de calidad inapelable que certifica la categoría de un local, situándolo en la cúspide.

Las estrellas y la revolución culinaria que conllevan obligan a los establecimientos de la franja alta del sector a asumir grandes costes en producto, personal e I+D, fundamentalmente, que han hecho de este tipo de restauración de elite un negocio normalmente deficitario. Su funcionamiento implica unos costes difícilmente sostenibles, incluso aunque el comedor esté lleno a diario.

Para la mayoría, una estrella es una lotería, dos equivalen a la Primitiva y tres representan el Euromillones. Las estrellas garantizan la clientela, justifican unos precios muy elevados, pero también acarrean inversiones astronómicas en equipamiento, decoración, cuberterías, mantelerías, instalaciones y, por supuesto, en materia prima. Los productos que se emplean en la cocina tienen que ser de la máxima calidad, y eso deja pocos márgenes de beneficio. De hecho, en algunos establecimientos se destina hasta un 40% del presupuesto anual a la compra de alimentos. El capítulo de personal absorbe otro gran trozo del pastel de la facturación ya que es necesario contratar a profesionales de gran nivel que garanticen un servicio a la altura de lo que el cliente exige. Además, el número de personas trabajando tanto en la cocina como en la sala es muy elevado, en algunos casos hay más de un empleado por comensal. Las instalaciones y todos los detalles también tienen que ser de lujo. Difícil que así salgan las cuentas.

Con este negro panorama culinario, en los últimos tiempos hay muchas estrellas que se apagan y se ha producido un goteo de cierres. Por ejemplo el lujoso Drolma, en el hotel Majestic de Barcelona. En Madrid, sitios de referencia como Jockey, Príncipe de Viana, La Broche o Las Cuatro Estaciones cerraron definitivamente sus puertas. Y en Valencia, sucedió otro tanto con Ca Sento o Torrijos. Otros no lo han hecho pero les falta poco. Y algunos, con una o dos estrellas Michelin, se han visto obligados a cambiar completamente su línea de negocio, renunciando a la alta cocina y a las estrellas, como Tristán, en Mallorca, o Casa Marcelo, en Santiago.

Muchos empresarios y cocineros se han replanteado el modelo de negocio. Bajando precios a costa de renunciar a muchos detalles de servicio y a la utilización de un producto de calidad pero menos exquisito y por tanto más asequible. Con menús más cortos y sencillos como alternativa a los largos de degustación. En Francia, los popes ya se rindieron en su día a la comida rápida y el propio Paul Bocus, padre de la nouvelle cuisine, apostó por la comida rápida cara, de entre 10 y 14 euros, con sello de autor.

Con el propósito de sobrevivir, buena parte de la profesión se adapta al mercado creando gastrobares y neotabernas, opciones más informales con sillas y mesas altas en las que compartir tapas, raciones y medias raciones con un coste más asequible. En este sentido, el presidente de la Federación española de Cocineros y Reposteros, Mario Sandoval, asegura que "en la época de bonanza había mucho de todo y la crisis ha servido de tamiz. Antes cualquier personaje público montaba un restaurante, pero hay que ser profesional, saber llevar la cocina y la sala. La mayoría de los profesionales que luchan día a día ha sobrevivido", ratifica.