No habrá paz para los derrotados. Ni tiempo para lamentaciones a pesar de haber pasado de jugar sin descanso a descansar sin jugar. Me sabe mal por los que no lo vieron venir, porque nadie les avisó que lo peor estaba por llegar. Que no se trataba de un simple partido de fútbol. Que todo lo que nuestros ojos y nuestra paciencia iban a ver y a sufrir superaría cualquier tipo de lógica.

El jueves, en pleno festejo, recibí un mensaje de un buen amigo del otro lado con una foto de La Concha y su barandilla vacía y un texto que la ilustraba: “No hay mucha peña al final”. Era el típico whatsapp en el que pone “reenviado muchas veces”, por lo que imagino que estuvo circulando por sus móviles mientras aguardaban al remolcador llegado desde el puerto de Pasaia. Que conste y que quede claro que soy el máximo defensor de las celebraciones en clave fútbol, por el simple hecho de que nunca sabes si van a pasar algunos meses o 40 años hasta que puedas volver a disfrutar y que siempre he entendido la rivalidad con el eterno rival a través de los piques y los vaciles. Es decir, me encantó que en su gran momento también se acordaran del hermano txikitito como defienden ellos, lo cual me reafirma en muchas convicciones que ya tenía comprobadas. Y, cómo no, solo recordarles que lo único que hay sin igual en Euskadi es inerte como dice la marcha más célebre “Donosti bat bakarra munduan”.

Insisto, yo no lo vi por prescripción médica, pero me consta que debió ser un festejo de campeonato (tenía a dos espías, mis sobrinos, de juerga por allí y me prometieron que no cantaban nada al menos antes de la cuarta cerveza, después no supe más porque se cortó la comunicación) y yo me alegro mucho por mis amigos zurigorris a los que felicité uno a uno, pero sobre todo por los que ya no están, como mi tío Rafa, el bilbaino más cachondo que en cada cumpleaños me regalaba algo del vecino solo para chincharme. Y mi añorado Txetxu Rojo. El pasado lunes coincidí en la tertulia y en el suculento almuerzo anterior en el Abakando de la COPE con Jesús Mari Zamora. El de Errenteria se ha convertido, junto a mi intocable Bixio Górriz, en mi campeón de cabecera. Es una maravilla compartir mesa con él porque tiene una cabeza privilegiada y se acuerda de todo, además de demostrar que todavía mantiene ese carácter indomable que te hace entender los motivos por los que es y será el 10 txuri-urdin de la historia.

Aparte de múltiples anécdotas, como la irrisoria cantidad del que consideraba entre risas el mayor atraco, merecido, que dio al club en su última renovación a cuya negociación acudió, cómo no, a pecho descubierto y sin ningún representante, Zamora nos contó cómo había celebrado la última Copa. Al terminar el partido de Gijón, en un vestuario extasiado por su gol en el último minuto que les dio el primer título de Liga, los jugadores se quitaron la ropa y la tiraron al suelo en el vestuario antes de ducharse sin pensar en el incalculable valor sentimental que adquirirían con el paso del tiempo. Los directivos que bajaron a felicitarles lo tenían mucho más claro y no dudaron en apropiarse de todas ellas. Zamora sabía perfectamente quién tenía su camiseta y pasados muchos años decidió que, como es normal, quería recuperarla. Tuvo que insistir en reclamarla y cuando se la devolvieron no se lo pensó dos veces. Al día siguiente de la Copa para siempre de Sevilla y fiel a su cita con su bicicleta (está más fino que cuando jugaba) se enfundó el maillot y, por encima, se puso la camiseta con la que marcó el legendario Gol de todos nosotros. Menudo crack.

Un gol legendario en el último minuto

A los más jóvenes solo les digo que, por un momento, se detengan a pensarlo porque a mí al escribirlo me entran escalofríos y se me eriza la piel: un legendario tanto en el último minuto para lograr el primer título de Liga. ¡Lo que disfrutaron nuestros padres! El otro día me decía un compañero que él había visto volar en la grada de Atotxa gabardinas de aficionados enloquecidos con el juego y los goles de un equipo que, con el sistema de competición actual, se hubiese clasificado diez temporadas seguidas a Europa y cuatro, también consecutivas, a la Champions. Un plantel de locos.

Yo me interesé por cómo era su día a día y si la gente aún le paraba por la calle. Y me contestó que era habitual que le dieran las gracias. Luego ya ante los micrófonos, lo explicó mejor: “Mi generación tiene muy claro que lo que nos dio valor fue la afición. La gente. Yo particularmente si no me fui en su momento fue por su cariño. Y eso lo constatas con el paso del tiempo. ¿Qué tiene más valor en la vida? ¿El dinero? ¿O el cariño, que la gente te aprecie y te dé las gracias? Todavía me paran para decirme que nos agradecen todo lo que hicimos. El otro día estaba con mi nieto, vino una persona y me comentó: Qué tiempos aquellos, qué felices nos hicisteis”.

En el fútbol no hay nada mejor ni más importante que conectar con tu gente e identificarse con una forma de ser y de vivir. Cada uno tiene las suyas. Por eso es una cosa muy distinta meternos a todos en el mismo saco cuando en realidad quieren contar chistes de bilbainos en vez de vascos. No somos iguales ni pretendemos serlo. No compro el relato de que nuestra Copa valió menos porque no pudimos celebrarla, ya que, por lo menos, sentimos la misma alegría que los de enfrente y, encima, se la ganamos al eterno rival con todo lo que ello conlleva. Además de otorgar el simbólico título de Para siempre por ser la única final entre los dos grandes equipos vascos. Y si en algo he caído estos días es en que la verdadera aldea de Astérix y Obélix anida en Gipuzkoa, con los romanos todopoderosos intentando conquistar Europa y el influyente y omnipotente PSG vasco (hablamos de galos) enfrente tratando de llevarse todo lo que se encuentra en el camino. Hasta la gloria y, sobre todo, la fama. Aunque por momentos esta semana parecía imposible, ya ha pasado lo peor y ha vuelto a salir el sol. Y cuando esto sucede, aunque les joda a muchos, el cielo siempre luce txuri-urdin. Por algo será. ¡A por ellos!