Es uno de los iconos de Oñati. En posición dominante, vigilante y desafiando al paso del tiempo. La torre del campanario de la parroquia de San Miguel Arcángel es la protagonista del libro que firma José Ramón Arrazola Urquiaga. Este entusiasta de la historia local cuenta que siempre ha sentido una atracción especial por este emblemático monumento con 240 años a sus espaldas. “Es esplendoroso, de una belleza y proporciones sorprendentes”, destaca sobre una edificación con personalidad propia, que contrasta con la magnífica iglesia y su claustro por su estilo arquitectónico neoclásico y los materiales que se utilizaron en la construcción.

Hace alrededor de cuatro décadas este aparejador jubilado dibujó el alzado de la torre con sus arcos, molduras y cornisas. Ahí comenzó todo. Años después, hacia 1990 y alentado por su vecino Federico Mendizabal, la midieron con un taquímetro. La sucesión de otros muchos factores, entre ellos que se cruzara en su camino la publicación sobre el campanario de Hondarribia, hicieron que este incansable investigador oñatiarra convirtiera en realidad la idea de dedicarle un extenso texto a este símbolo que forma parte de la fisonomía de la villa.

Editar un libro es como prepararle un banquete a los amigos; empiezas con un menú relativamente sencillo, pero cuando vas a comprar los ingredientes le vas añadiendo más cosas”, explica en sentido metafórico. El rastreo en archivos en los últimos tres años ha desembocado en 320 páginas (inicialmente iban a ser 100) plagadas de episodios, infinidad de detalles y curiosidades. Un ilusionante proyecto que ayer tuvo su puesta de largo.

52 metros de altura, a los que hay que añadirles los 2,10 aproximados de la cruz; un peso de 6.300 toneladas; 250 escaleras hasta llegar a la cima y un cuerpo en el que confluyen distintos órdenes arquitectónicos clásicos (dórico, jónico y corintio) son algunas de las características de este coloso, que comenzó a erigirse en 1779, mientras se derribaba la primitiva torre de la parroquia.

Los cabildos eclesiástico y civil promovieron la obra coincidiendo con una época de esplendor en las edificaciones con esta tendencia artística, y una saga de arquitectos guipuzcoanos que marcaron impronta en el siglo XVIII. El beasaindarra Manuel Martín de Carrera es el autor de la torre campanario (su padre lo es del consistorio) para cuya construcción, como precisa Arrazola, se solicitó la correspondiente licencia a la Academia de San Fernando de Madrid. 

Cinco tipos de piedra se emplearon para levantarla, entre ellas, la caliza, la arenisca, la toba volcánica que se trajo de Bergara y la blanca de Álava. Y lejos de enfrascarse únicamente en documentos, este inquieto oñatiarra ha recorrido las canteras y lugares que suministraron este material (Azkontegi, Narria, Garaillabur, Agurain…), con el fin de enriquecer los datos de los que se nutre el libro.

Vicente Ramírez de Peciña 

Desde territorio alavés se transportó la piedra dolomítica con la que se esculpieron las estatuas que representan a los cuatro Doctores de la Iglesia Latina (obispos): San Agustín, San Ambrosio, San Jerónimo y San Gregorio Magno. Con sus 3,50 metros de altura, estas figuras, una de las señas de identidad de la kanpandorre, focalizan una gran novedad que aporta la publicación: “Se ha especulado sobre su autoría; en las consultas que he realizado en el Archivo Histórico Diocesano de San Sebastián queda claro que fue Vicente Ramírez de la Peciña, el mismo que intervino en el escudo de la fachada del edificio consistorial, el que ejecutó las estatuas”, acentúa Arrazola.

El archivo municipal, el Histórico Provincial de Gipuzkoa y otras fuentes han servido de base para este minucioso trabajo. No obstante, han sido en los fondos que custodia el Diocesano donde han aflorado algunas “sorpresas”. “Un gran plano de 1778 con la traza original que el arquitecto presentó a los promotores, y los libros de cuentas de fábrica de la Iglesia que recogen los gastos pormenorizados de la obra”, recalca Arrazola. 

En torno a 340.000 reales se gastaron en este extraordinario monumento que se costeó a base de limosnas, censos (préstamos)..., sin olvidar que “el Conde de Oñate, patrono de la Iglesia, aportó 60.000 reales”, expone Arrazola. El grueso de la obra concluyó en cuatro años y en 1784 se acometieron los últimos detalles.

Las campanas y el reloj

Dos de los elementos fundamentales son las campanas y el reloj. Las primeras suman un total de diez, y cuatro de ellas son las principales. Con sus toques que transmiten un lenguaje, nombre e historia. “En la guerra carlista la de mayores dimensiones que daba hacia la plaza la tiraron abajo para destinar el bronce a hacer cañones. Se trajo, entonces, una campana de Labastida que se había fabricado en 1520; es la que más pesa, 2.500 kilos”, indica el autor oñatiarra.

El reloj tiene, asimismo, su propio relato. Desde el modelo mecánico que aparece citado en un documento del siglo XVI, que marcaba la hora en la parroquia, hasta que en 1759 el Concejo contrata un aparato de péndulo que fue el que más tarde se colocaría en la nueva torre, donde permaneció hasta 1902. Este fue sustituido por el ejemplar fabricado por el ilustre relojero Yeregui, que un benefactor regaló al pueblo. Había que darle cuerda de forma manual; una labor que durante 44 años, semanalmente, asumió el oñatiarra Dionosio Mugarza. Fue en 1971, como narra Arrazola, cuando se instaló el reloj eléctrico de la prestigiosa firma vitoriana Viuda de Murua que se conserva hasta hoy, pero perfeccionado.

Arrazola se congratula del mimo con el que se ha cuidado a la esbelta construcción que sobresale en el paisaje oñatiarra. En la década de los 70 del siglo pasado fue objeto de una importante actuación que reparó los desperfectos. El sacerdote José María Aguirrebalzátegui lideró estas labores de conservación con la ayuda del herrero Bernardo Santa Cruz y el cantero Jabier Bikuña.

Este último participó, además, en la restauración de las cuatro esculturas, cuyos torsos “prácticamente se hicieron nuevos en 1975”, recuerda Arrazola. 32 años después, en 2007, el templo, y en especial el campanario, daban inició a su rehabilitación integral de la mano de la empresa especializada Teusa, que devolvió su esplendor al edificio.

El entorno donde se emplazó, el contrato de obra, el legado de Manuel Martín de Carrera a la villa, la influencia de estilos, un resumen de los costes por partidas, curiosidades como que el arquitecto cobró 30 reales por día (unos 30.000), o que hasta el antiguo reloj, que se guarda en la entreplanta, hay una distancia de 158 escaleras dan vida a una lectura que se redondea “con el postre”: una recopilación de fotografías de profesionales y aficionados, imágenes de cuadros e ilustraciones inspiradas en este símbolo gigante de la parroquia.

Con esta publicación pretendo preservar la memoria y méritos de los promotores, técnicos y ejecutores, que con los medios que tenían llevaron a cabo tan magna obra. Y, a su vez, de quienes en el transcurso de los años se han ocupado de su conservación, mantenimiento y adecuación”, sentencia Arrazola, todo un apasionado de este significativo elemento patrimonial.