Empachados de pasado y miopes ante el futuro
El nuevo orden europeo y el paradigma de lo que vendrá
HABLAR de pasado y futuro nos conduce a pensar con qué elementos tecnológicos, económicos y sociales podemos compararlos; eso que como tendencia llamamos progreso. Tal como mayoritariamente hoy lo entendemos, es un mix de macro y micro desarrollo económico (30%+30%), modernidad tecnológica (20%), y educación y bienestar público (20%). Ocurre que la cultura de clases en los modelos de gestión de esta evolución progresista difiere mucho entre países y continentes. Los países de marchamo más liberal alientan la iniciativa privada para el desarrollo de las innovaciones en la economía, a costa de un aceptado reparto no igualitario del desarrollo, que es el motor del mismo; otros, con un férreo control estatal, programan a largo plazo las acciones tecnológicas y económicas de gran calado y dimensión; mientras los terceros y descendientes de imperios más antiguos esperan a regular lo que otros ya han desarrollado. Con ello estos últimos están eligiendo a propósito la retaguardia, el retraso y la dependencia tecnológica, y finalmente económica de los anteriores. Estos actores son EE.UU., China y Europa respectivamente.
Aunque todos llaman progreso a sus propios avances los significados del término son distintos. Para Europa –que es lo que más nos afecta– la necesidad de volver a un sistema global de relaciones basadas en reglas compartidas y con compromiso de cumplimiento, se ha convertido en una autentica utopía, vistos los comportamientos de la geopolítica global y la evolución de las actuales e inacabables guerras. Estas están cimentadas en una apropiación de territorios ensanchando los “imperios sin fronteras”, en busca de ventajas de explotación de recursos geoestratégicos que sustentan la nueva tecnología y la macroeconomía. Desarrollo económico, territorio, y recursos tecnológicos a costa de vidas, culturas y espacios habitables, son las cartas en esa mesa de juego de poder en que se ha convertido la teórica y visionaria concepción de un mundo abierto, basado en el comercio a nivel multilateral llamado globalización.
Ahora bien, ante todo esto, las propuestas y negociaciones –más bien las amenazas y chantajes de todo tipo– se nutren de la descalificación personal, intelectual o histórica del rival. Las armas de combate preferidas son casi siempre las referencias al pasado en el origen de lo que hoy es o representa cada uno. La historia negra del contrario o su antecesor –rival, oposición o enemigo– sirve para recoger lo peor de lo peor, y adosarlo sistemáticamente como un signo imborrable de su identidad, que predetermina que hará lo mismo que su antecesor. Los líderes del pasado oscuro, de un bando ideológico u otro, están de nuevo “desenterrados en sus atrocidades“ para ejemplarizar las próximas acciones de cualquier opositor, partido o gobierno. Con ello se crea un muro de contención a la urgente necesidad de idear, dibujar, visualizar y sentar las bases de un futuro necesario y socialmente inteligente. Estamos empachados de pasado y miopes hacia el futuro, con un déficit significativo de conjunción colectiva de visión, conocimiento y generosidad que acompañarían a la construcción de un futuro deseable, donde se extingan –desde las raíces– sus enemigos endémicos: la ignorancia, las creencias y las emociones gregarias, precursores de la polarización.
El escenario de la evolución a nivel global de nuestras sociedades presenta una clara variedad de principios culturales y de modelos de gobierno. Por el contrario, son realidades similares en la evolución demográfica hacia un aumento de población, con un envejecimiento paulatino en todos ellos encabezado por Japón y la civilización occidental, y más específicamente por el continente europeo. La otra referencia ineludible en la diversidad es el desarrollo económico y tecnológico. Este último transforma los modos de vida y de relación entre las personas, decantándose en ventajas económicas para las grandes empresas globales que la emplean en su beneficio. La aplican intensamente en sus canales de distribución y en la innovación en productos y servicios, y con ello logran un crecimiento económico muy por encima del microcrecimiento de las rentas del trabajo. La economía hoy dominante –fruto de la convenida digitalización extrema– se presta a la industrialización de los servicios –privados y también públicos– rebajando paulatinamente los niveles de personalización y atención a las personas.
Por otra parte la gobernanza, con sus diferentes modalidades en los sistemas de representación de la voluntad popular, es también objeto de comparación. Algunos modelos de gobernanza prescinden de la voluntad u opinión de los ciudadanos, cosa que se valora como muy negativa desde la perspectiva democrática. Pero hay otros aspectos en los que las diferencias no son tan notorias. En asuntos como el progreso económico –por ejemplo– las variables cambian y la ausencia de libertad ciudadana no parece perjudicar la evolución de la gran economía, por la que los países compiten.
Si nos referimos a la administración confiable y honesta de los sistemas vigentes, vemos que la corrupción se instala en todos ellos con un distinto grado de visibilidad y aceptación. Son las prácticas deshonestas en el ejercicio de un poder económico y administrativo, que los estados asumen en la administración de lo común. Esto ocurre junto a la ausencia de denuncias por miedo al poder en comportamientos contrarios a la ética y la estética del decoro y el respeto a los considerados subordinados, sean empleados o ciudadanos. Pero estas lacras de corrupción e inacción se extienden, y la ejercen quienes pueden y quieren en los diferentes niveles de categorías de personas en las instituciones. Son las leyes, los mecanismos de control y de contrapoder los que acuden –siempre tarde y a remolque de la opinión pública– a mitigar esta tendencia que aparece en general en todos los sistemas políticos, con escasas excepciones en pequeños países, con líderes singulares y honestos. Los expresidentes y dirigentes de muchos países terminan en procesos judiciales por corrupción, abuso de poder económico o de tráfico de intereses. En su libro Por qué fracasan los Países Daron Acemoglu nos expone la importancia de la administración honesta, ejercida por y desde las instituciones, en la riqueza de un país
Nuestra querida Europa –no es grato decirlo–, solo sabe “ser exquisita” en un mundo donde las decisiones y el poder caminan por otras rutas más pragmáticas, y muy ausentes de las virtudes que su antigua tradición religiosa enseñaba. Y seguramente esta hipotética fortaleza de su unión y su origen “mirando atrás –no más guerras– entre nosotros” llega tarde y escasa en un mundo mucho más complejo y fragmentado. En un mundo con una maraña de interacciones y culturas, que determinan que estemos ante un sistema mucho más complejo que en el pasado, y no tanto en un mundo complicado donde las normas son suficientes y capaces para conducir al grupo en busca de una uniformidad buscada, ideológica y supremacista, como hacían los grandes imperios. Las respuestas a la complejidad no son la legislación igualitaria sino la autoorganización y el beneficio mutuo sobre las dinámicas que surgen entre los miembros afectados por el cambio. En estas condiciones, la capacitación individual o local, las iniciativas particulares y la negociación por intereses entre distintos, tienen más sentido que la norma impuesta desde arriba, a nivel supranacional o territorial.
Mayor libertad de negociación A mayor complejidad y para que un sistema se mantenga en saneado equilibrio –esquivando la destrucción total o parcial– se ha de dotar a las partes de más inteligencia, y de mayor libertad de negociación creativa. Esto va en contra del presunto deseo –ante las crisis– de fortalecer las estructuras de gobierno. Es por eso que las políticas comunes –de cualquier tipo y nivel– no resuelven la complejidad. Cambiar de rumbo es más que una decisión política, es una necesidad y una oportunidad, que se extinguirá con rapidez si no lo ha hecho ya. Dará paso a recorrer el camino de la decadencia de un continente europeo que lideró, con el colonialismo en su apogeo global en los siglos XIX y XX, el desarrollo tecnológico mundial, y dio pie a la aparición de los nuevos grandes líderes sustitutorios, por no saber leer a tiempo el futuro geoestratégico de la “tecnología social”. Quizás sea este el camino pionero por el que todavía apostar, por el que pasarán con el tiempo todas las países, civilizaciones y culturas. Lamentablemente nadie está al mando de estos asuntos metapolíticos y determinantes del futuro de nuestros jóvenes, porque los debates vigentes entre los líderes personalistas –con base en el negro relato del pasado del contrario– se extinguen sin avances, y se encienden cada cuatro años para volver a lo mismo
