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Tribuna abierta

La osa escaló el madroño

Cuando los osos/as trepan sin decoro a la cúspide del madroño guarnecidos de engreimiento, jactancia, altanería y petulancia, se avecinan malos tiempos para la ética, la estética, la lírica, la dignidad, el respeto, la comprensión, la compasión y la misericordia; en síntesis, para el humanismo

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En una colaboración anterior desarrollé los consejos de buen gobierno, especialmente referidos a la prudencia, que Martiño, el arzobispo de Braga, en la antigua Gallaecia, donaba al rey suevo Miro en su obra Familia vitae honestae, allá por los lejanos tiempos del siglo VI d. C. Los aplicaba preferentemente al impredecible presidente Trump, que cada jornada nos ameniza con una nueva boutade. Martiño añadía a la prudencia otras tres virtudes, que debían adornar a todo buen gobernante: la magnanimidad, la continencia y la justicia.

Hoy quisiera poner delante del espejo a una conocida dirigente de la corte implantada por Felipe II a orillas del Manzanares, que ha vuelto a enarbolar una nueva exhibición de trumpismo, reduciendo a sus colegas regionales a meros comparsas de su frenesí hiperactivo. Se ha encaramado en la cúspide del madroño, plantando enhiesta la bandera de su dialecto chulapón como koiné o idioma ecuménico peninsular. El fruto de tal arbusto tiene notables dosis de toxicidad, por lo que es recomendable consumirlo en sutiles dosis bajas, pues puede perjudicar el hígado y subir carroñento a las neuronas.

En lo tocante a la segunda virtud, la magnanimidad, también llamada fortaleza, residía en la mente e inclinaba a vivir con gran confianza, libre, sin miedo y alegre. Exhortaba a ser constante y esperar sin miedo el fin de la vida. El magnánimo nunca juzgaba al que le ofendía, no atacaba a nadie con murmuraciones ni dañaba su reputación. No generaba una guerra, no buscaba los peligros como un temerario ni los temía como un miedoso.

En relación con la tercera virtud, la continencia, Martiño se mostraba más extenso en sus recomendaciones. El que deseaba esta virtud debía apartarse de lo superfluo y mantener cerco a los deseos. Consideraba para sí cuanto demandaba la naturaleza, no cuanto ansiaba el deseo. Quien tenía suficiente para sí, ya había nacido con riqueza. Invitaba a comer procurando distanciarse de la indigestión y a beber rechazando el empacho y alejando la ebriedad. No tener afición a las delicias presentes ni anhelar las ausentes. El sustento debía brillar por la frugalidad y el hambre excitar el paladar, no los sabores. No fingir ser lo que no se es ni querer parecer más de lo que uno es. Animaba a que la pobreza no fuera repulsiva, ni la privación sórdida, ni la sencillez digna de rechazo, ni la ternura lánguida. No llorar por tus cosas ni admirar las ajenas. Huir del infamante. Consideraba que todo era tolerable, excepto la infamia. Amar los discursos útiles y rectos, más que los divertidos y halagadores, mezclando algo de humor con la seriedad, sin menoscabo de la dignidad y del respeto. Hacía odiosa al hombre la risa soberbia, la maligna, la furtiva y la provocada por las desgracias ajenas. La agudeza no debía resultar mordaz, las gracias no estar henchidas de vileza, la risa no ser a carcajadas impetuosas, la voz no a gritos ni el discurso con alboroto. Hay que evitar las adulaciones, pues es el afán más difícil de la continencia rechazar los halagos de los aduladores. No utilizar las palabras duras, sino las blandas. Si alguien reprocha algo con razón, eso es beneficioso, y, si lo hace sin ella, hay que saber que quiso serlo. No ser audaz ni arrogante, sino humilde, sin arrodillarte ante nadie y recibir las críticas con paciencia. Evitar los vicios, pero no convertirse en escrutador curioso de los demás, ni acerbo reprensor, y acompañar la admonición con buen humor. Perdonar fácilmente el error. No ensalzar a nadie ni rebajarlo. Ser tácito oyente de los que hablan y rápido receptor de los que se acercan. Responder fácilmente a quien pregunte, ceder con la misma facilidad al que se oponga y no envilecerse en altercados y discusiones. No despreciar a los inferiores comportándose con soberbia, pero tampoco temer a los superiores si el comportamiento ha sido recto. No ser negligente ni riguroso en devolver las buenas maneras. Ser bueno con todos, blando con nadie, familiar con pocos y ecuánime con todos. Ser más severo en el juicio que en el discurso, en la vida más que en el rostro, y clemente en el castigo. Detestar la crueldad, no sembrar la buena fama propia ni envidiar la ajena, no confiar en los rumores, acusaciones o sospechas. Mantenerse tardo en la ira, inclinado a la misericordia, firme en la adversidad, cauto y humilde en la prosperidad, despreciador de la vanagloria y no amargo cobrador de los bienes con los que has sido dotado.

Al tratar de la justicia, Martiño le dedica un espacio reducido y, como buen santo, la fundamenta en el temor de Dios y, de esa manera, se difunden beneficios a todos y no se hace daño a nadie. Pero no solamente es necesario no hacer daño, sino que hay que impedírselo a los que lo causan. No generar controversia debido a la ambigüedad de las palabras. No hacer distinción entre lo que se afirme y lo que se jure. No quebrantar la verdad para no transgredir la ley de la justicia. En caso de verse obligado en alguna ocasión a utilizar la mentira, no servirse de ella para proteger la falsedad, sino la verdad. Si ocurre que la lealtad deba protegerse con mentira, no mentir, sino valerse de excusas, pues donde la causa es honesta, el justo no traiciona los secretos. Callar lo que se deba callar, hablar lo que se deba hablar, y se tendrá paz profunda y tranquilidad segura. Hay que gobernar la justicia bajo el estandarte de la moderación. Se debe poseer la regla de una justicia amable, de manera que la reverencia ante su disciplina no quede envilecida debido al exceso de negligencia ni, endurecida por una severa crudeza, pierda la gracia de la amabilidad humana.

Termina Martiño sus recomendaciones con un conciso resumen: quien quiera dedicar su vida sin tacha no solo a la propia utilidad, sino a la de muchos, debe obrar bajo la fórmula de estas cuatro virtudes, acomodándolas a las cualidades de los tiempos, de las cosas, de los lugares y de las personas.

Aunque esta prédica va dirigida especialmente a la diva usufructuaria del chotis, no sería desdeñable desviarla hacia otros destinatarios/as, pues desgraciadamente amenizan hoy la faz de la Tierra una serie de tóxicas lumbreras carentes de mínimos principios morales y del más ínfimo sentido del ridículo. Cuando los osos/as trepan sin decoro a la cúspide del madroño guarnecidos de engreimiento, jactancia, altanería y petulancia, se avecinan malos tiempos para la ética, la estética, la lírica, la dignidad, el respeto, la comprensión, la compasión y la misericordia; en síntesis, para el humanismo.