No cabe la menor duda de que el personaje del momento es el presidente de los Estados Unidos de América, el ciudadano norteamericano Donald Trump. Y no es, aún, menos dudoso que su simple mención, a nadie, deja indiferente. Son millones sus inquebrantables defensores que se ubican en los partidos de ultraderecha y muchos, también lo hacen, en las formaciones políticas de la propia derecha. Más millones todavía, personifican sus furibundos detractores que se alinean en la franja política que va desde el liberalismo que se autodenomina democrático hasta al grueso de las izquierdas.

Más de medio mundo parece haber entrado en shock. Al igual que lo hizo todo el planeta en tiempos de la plaga del covid-19, ahora sin mascarillas, pero igualmente inerme, la gente no sale de su asombro ante ese nuevo miedo a lo desconocido que entraña la llegada “ruda y violenta” de Donald Trump a la Casa Blanca como presidente número 47 de los Estados Unidos. Todo el mundo está expectante ante sus declaraciones, y una gran mayoría, tembloroso frente a sus amenazas y estupefacto con sus decisiones.

Las políticas de puesta en cuestión (por no decir de irrespeto o menosprecio) de los Derechos Humanos en los temas de inmigración, de deportaciones masivas, de creación de macrocárceles al estilo del presidente de El Salvador, Nayib Bukele..., se conjugan con la ignorancia y la desconsideración del Derecho Internacional y de las Instituciones supranacionales en los “asuntos” de Groenlandia, Canadá, México, el Canal de Panamá, la guerra de Ucrania y Putin, Latinoamérica, la Unión Europea, Israel –Palestina, Sudáfrica, China… (no merece la pena hacer más largo el listado)–. Pero sí recordar, además, las noticias de que Estados Unidos abandonará el marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático o que se desvinculará de la Organización Mundial de la Salud...

¿No es cierto que, a la vista de este listado, una mente que consideráramos sensata y normal, lo estimaría repleto de una sarta de disparates inexplicables más propios de un visionario? ¡No lo quisimos ver! Y, consecuentemente, no fuimos tomando conciencia de lo que estaba ocurriendo en los últimos 50 años. Y, ahora, como si despertásemos de una terrible pesadilla, nos resulta incomprensible lo que, de forma dramática y obscena, aparece ante nuestros ojos.

Pero lo que vemos, no ha surgido de la nada de manera espontánea. ¡No! Todo esto tuvo su origen en un momento dado y ha seguido un largo recorrido para llegar hasta donde nos encontramos. Un dicho muy popular sintetiza lo ocurrido: “De aquellos polvos, estos lodos”.

Sin necesidad de reproducir la historia del capitalismo y profundizar en su sistema ideológico político liberal, siguiendo con la metáfora, se puede decir sin temor a error, que las lluvias torrenciales comenzaron a caer sobre esos polvos a principios de los años 70 en forma de lo que se conoció como la gran “crisis capitalista del petróleo”. Esos enormes chaparrones llegaron a arrastrar inmensas cantidades de lodo cuya composición no quisimos leerla, ni conocerla. Practicamos, entonces, la táctica del avestruz, ¡mirar para otro lado! Para la tranquilidad de nuestra conciencia, quizás nos resultó más conveniente pensar que se trataba de un inofensivo barro procedente de las laderas de nuestros bucólicos bosques.

Evidentemente, a estas alturas, no cabe duda de que la crisis del 73 fue una catástrofe provocada..., para unos fines concretos por las élites del dinero. Los derroteros por los que transitaba el Estado liberal que, partiendo del Estado providencia había llegado al Estado de bienestar (ahí “echa el freno” los Estados Unidos), y llegado (en una parte importante de Europa) al Estado social, no podía permitirse. ¿Cómo un modelo de Estado como el liberal que había sido creado para la defensa de la propiedad privada y, por tanto, al servicio de una clase social concreta como la burguesa podía convertirse en un instrumento que abriese las puertas al socialismo?

Las alarmas habían sonado y Estados Unidos e Inglaterra se pusieron manos a la obra para impedirlo. No resulta casual que, en este momento, es decir en 1973, Inglaterra llamase a la puerta de la Comunidad Económica Europea para integrarse en condiciones especialísimas. ¡Para cumplir con el papel de “vigilante nocturno” del cumplimiento inexcusable de los compromisos contraídos por los fundadores de la Unión Europea con el imperio angloamericano y, también, con lo que estaba por venir! (Y esa es la verdadera razón del Brexit: Inglaterra se sale de la Unión Europea cuando ya había cumplido su tarea). Y lo que estaba por llegar no era otra cosa que la gran riada neoliberal materializada a través de los diferentes tratados que vendrían a acabar con cualquier veleidad social de “la versión democrática” del liberalismo.

Quizás, en un primer momento el término neoliberalismo pudo inducirnos a confusión. Es posible que, desde el desconocimiento del “por qué y para qué” de la creación del liberalismo como ideología y modelo político, y, quizás, ofuscados por la luminosidad del resultado que había obtenido en Europa tras la Segunda Guerra Mundial, pudimos morder el anzuelo y pensar que se trataba de un liberalismo más moderno y acorde con los tiempos. Igualmente pudimos creer –recordando los tiempos recientes en Europa–, que se trataba de un instrumento para la profundización democrática. ¡Nada más lejos de eso! A la vista de los resultados, puede afirmarse, que el liberalismo jamás pretendió la igualdad social. En esencia, su pretensión..., ¿no sería la recreación de un nuevo feudalismo para la burguesía (ahora ya la hiper burguesía) como alternativa a la nobleza medieval situada en la cúspide de la pirámide social?

Los economistas Friedrich Hayek, Milton Friedman y el filósofo Robert Nozick, todos ellos máximos exponentes del neoliberalismo, proclamaron a los cuatro vientos, el orden espontáneo del mercado, el no intervencionismo del Estado y la autorregulación como dogmas del nuevo credo. Ellos, paradójicamente, como también lo había hecho la doctrina marxista anunciaban, como la última fase del capitalismo, la desaparición del Estado y del Derecho o dicho con mayor precisión, el Estado reducido a la mínima expresión y el Derecho penal del enemigo –que no contempla la reinserción social del delincuente como individuo susceptible de rehabilitación, sino como enemigo del sistema que solo merece el castigo–, como exponente máximo de lo jurídico.

En los últimos 50 años hemos podido ver cómo el arcano cultural se ha ido desintegrando, en la medida en que dejaba a la intemperie y en proceso de extinción, nuestros sistemas de valores en una especie de tránsito hacia la anomía. Hemos contemplado cómo, en el humus de esa miseria anómica, el individualismo egoísta, narcisista e infantil ha emergido como el valor de culto de la ideología dominante y base y soporte de una sociedad jerárquica, piramidal y profundamente desigual en la que la justicia social resulta ser una reliquia del pasado.

Hemos podido observar cómo la política se resiste a tirar la toalla en su ring particular. Ésta, hace la pantomima de una pelea por los derechos sociales en tanto se entretiene en peleas de barrio o luchas callejeras e introduce en la conciencia popular como algo bueno y necesario el gasto en cuestiones militares y el militarismo. Y lo cierto es que, en el fondo, la política trata de ocultar y disimular su impotencia ante las exigencias de la mano de hierro con la que actúa la racionalidad económica del mercado, cabalgando a lomos del infernal caballo desbocado de la tecnociencia.

Hemos advertido cómo el Estado, librando prioritariamente la batalla por su supervivencia, ha ido minimizando y reduciendo su papel a la función del control individual y social apoyado en los medios que, en la frontera del derecho a la intimidad, pone a su disposición la tecnología. Hemos constatado cómo, la seguridad que se nos ha presentado como la panacea, implica cada vez menores niveles de libertad. Hemos sido testigos de cómo la Justicia y el Derecho, exhibiendo torpemente sus costuras, bailan una pieza siniestra y bufa al son de su desprestigio y su incapacidad, en la pista de un positivismo trasnochado y del Derecho penal del enemigo, tratando, simplemente, de salvar los muebles.

El año 2025 es el momento en el que Donald Trump aparece en el escenario mostrando la cruda realidad. Donald Trump no es un visionario, ni un excéntrico, ni un bufón..., ¿Es el paradigma de la nueva política? o ¿Quizás lo sea de la antipolítica?

La nueva política o la antipolítica, no entiende de Derecho, ni de Derecho Internacional, ni de Derechos Humanos. No contempla el Estado, ni la soberanía, ni la democracia, ni la Justicia. Ignora al ser humano y a la humanidad. La antipolítica es el espacio en el que operan muy bien aquellos que la Iglesia llamó en el medievo diaboli minister (ministros del diablo, los mercaderes). El neoliberalismo, como última fase del liberalismo, ha llegado a hacer efectivo el objetivo fundacional: “Los dueños de la economía deberán ser los dueños de la política”. Y, ahí espera la ultraderecha…, que, diga lo que diga la historia, fue la vencedora tanto en la Primera como en la Segunda Guerra Mundial. Y, si no, ¿cómo se explica esta situación?

¿Podemos creer, como propone el Gobierno español, que, para enfrentar este escenario, la solución debería pasar por duplicar el gasto de la Unión Europea, esto es aumentar su inversión en Defensa, Transición Ecológica y Digitalización hasta una cantidad anual al menos del 2% del PIB? Hagámonos cargo, de una vez por todas, de que esta Europa es un sueño lastrado por la dependencia y es muy escaso el margen que tiene. ¡Creo que es ahora cuando se requieren soluciones imaginativas! Y no se ven por ninguna parte.

Si esto es así, no quiero pensar lo que nosotros, la actual Unión Europea, podemos esperar jugando en este espacio. Si Europa vendió su alma al diablo por el plato de lentejas del Plan Marshall…, en un mundo de “ministros del diablo” cómo podremos recuperar nuestra alma. ¿Qué será de las generaciones venideras? No se ven buenos tiempos en el horizonte…