Hace unas semanas, acudí a visitar el yacimiento de Atapuerca, en la provincia de Burgos.
Es aconsejable la visita, y que quien acuda a tan interesante lugar, llegue dispuesto a recibir y percatarse de una información que sin duda alienta una interesante reflexión.
Aunque esto del pensamiento reflexivo, da para otra colaboración, por aquello que para algunos resulta una inutilidad efectuar tan ímprobo esfuerzo, pues de nada sirve cavilar, si solamente tenemos un 1% de material genético que nos diferencia de los chimpancés, y eso, después de seis millones de años, desde que nos desgajamos del mismo antecesor común del que provenimos, como primates antropoides que somos.
Verdaderamente, es muy instructivo que bien acudiendo a un lugar como el señalado, o bien, leyendo de manera tangencial sobre nuestro origen, seamos capaces de realizar una lectura más realista sobre nuestra especie, y lo verdaderamente pequeños que somos, a pesar de las ínfulas de grandeza y superioridad, que solamente son pequeños espacios para el engolamiento de la humanidad.
Somos pequeñas miasmas en un universo insondable, y eso a pesar de que seamos capaces de autoextinguirnos con el uso de nuestra propia tecnología. Es precisamente, para mayor burla, el uso de la tecnología lo que nos distingue del resto de seres vivos.
Hay preguntas que son de complicada respuesta, al menos con solvencia, y que, a su vez, generan un cierto desasosiego.
¿Qué somos? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? ¿Cuál es nuestro lugar en el cosmos? ¿El 1,2% del genoma que nos diferencia de los chimpancés, es suficiente para presumir de superioridad?
Para responder, o tratar de hacerlo, debemos abandonar la comodidad de nuestra vida placentera, hedonista, y esclerotizada, adentrándonos en entornos desconocidos.
Debemos dejar a un lado nuestra omnímoda percepción de superioridad, y aceptar que somos el fruto de una conjunción de factores que se produjeron hace 13.700 millones de años, y como resultado de una violenta explosión que colapsó la energía en materia.
Hay cifras que son difíciles de encajar para la egomanía humana, pero que deben tenerse presente.
El famoso Big Bang, a pesar de que en principio fue un término polémico, no se considera como un proceso meramente fortuito, sino que precisamente se trata de un proceso organizado que se manifiesta en una serie de etapas o fases.
Hoy día, no se puede conocer, o saber, que existió antes del instante anterior al Big Bang. Nuestros modelos físicos actuales, no permiten hacerlo. Es un instante que se encuentra fuera de la física experimental.
La edad de nuestro sistema solar es de 4.600 millones de años, incluyendo también la tierra dentro de esa cifra. El ser humano lleva en la tierra, caminando sobre ella, 20.000 años.
Solamente en el neolítico, hace 3.000 años, dejamos de ser nómadas y vivimos en sociedad a través de las primeras ciudades. Si fuera posible condensar toda la historia del universo en un año, el sol comenzaría a brillar a principios de septiembre, y toda la historia de la humanidad, podría encajarse en los últimos segundos del año.
Descendemos de un antecesor común con los primates superiores, e incluso con la teoría del inconsciente de Freud, acabamos perdiendo, la autonomía de nuestros pensamientos.
Este esquema de pensamiento como es sabido desestabilizó el aparentemente inquebrantable pensamiento occidental, generando desazón, y el desconcierto generalizado de los creyentes en la fe judeocristiana.
Pero ante una visión tan poco heliocéntrica del género humano, cabría plantearse conocer qué nos diferencia de nuestros hermanos los primates antropoides.
Una respuesta lógica que nos viene a la cabeza es la de mantener que principalmente la inteligencia y el raciocinio es lo que nos hace humanos y, al mismo tiempo, nos distancia drásticamente de los chimpancés o de los bonobos, además de las diferencias físicas, no tan evidentes en materia genética e incluso en lo referente a nuestro comportamiento.
No obstante, quisiera referirme ahora, a otra serie de aspectos que siempre hemos concebido como elementos específicos del género humano. Me refiero a la generación y el mantenimiento de relaciones íntimas como algo que parece exclusivamente humano. El autocuidado, el apoyo mutuo son rasgos específicamente humanos, que nos han permitido mantenernos en lo más alto de la cadena trófica y de la evolución.
Dentro de este ámbito que se corresponde con el mantenimiento de relaciones duraderas, qué duda cabe que las relaciones sentimentales adquieren una importancia de primer orden.
La especie humana ha “sentimentalizado” la sexualidad. No se trata en nuestro caso, de una pura relación entre macho y hembra, en el sentido puramente reproductivo, sino que se trata de una interacción más compleja, y más intensa. Estamos hablando por ello, de un proceso que se centra en el deseo de vinculación social, que incluye al amor, la amistad, el afán de pertenencia y reconocimiento, el deseo de cuidar, y ser cuidado, el afán de poder, el deseo de dependencia, la necesidad de conexión emocional, y muchas cosas más.
Este proceso por medio del cual somos capaces de unirnos con otras personas de distinto o del mismo sexo, requiere que seamos capaces de reconocer nuestros sentimientos, pero tal vez más importante, que seamos capaces de reconocer los sentimientos de los demás.
Lamentablemente no somos dueños de nuestros sentimientos, sin embargo, no estamos a merced de ellos, si somos capaces de saber gestionarlos. Ahí radica lo complicado de nuestra existencia para poder avanzar hacia un estado de motivación intrínseca, que nos mueve a mantener relaciones sociales y vínculos fuertes con otras personas con las que compartimos motivaciones, anhelos, etc.
¿Son verdaderamente estos aspectos los que nos hacen singulares frente al resto de seres vivos, incluyendo los primates superiores?
Resulta difícil admitir que el ser humano tan solo presenta un cierto barniz de civilización, y que ese sea el elemento que nos distancia de los chimpancés, si en realidad comparamos el modo en el que ellos resuelven sus conflictos y el modo en el que lo hacemos nosotros. Evidentemente, tenemos nuestra cara diabólica.
Generalmente no son bien asumidas estas afirmaciones, y se rebaten oponiendo el altruismo específico de la especie humana. Sin embargo, en palabras de Michael Ghiselin, “Rasga la piel de un altruista y verás sangrar a un hipócrita”.
Aun así, no debemos caer en el reduccionismo y concluir que, la especie humana sea digno ejemplo de un pensamiento netamente Hobbesiano, en el que nuestros genes hacen todo lo posible para que estemos programados para ser violentos, implacables, y egoístas.
Al contrario, es posible mantener un rechazo a una concepción absoluta de la teoría del barniz, puesto que los instintos sociales, no son aspectos únicos de la especie humana, sino que, se trata también de aspectos compartidos con otros animales, y no solamente los antropoides superiores.
Esta manera de ver las cosas es mucho más que admitir que somos los únicos capaces de vencer nuestros instintos más básicos. La decencia humana, eso que llamamos actuación moralmente aceptable, como la compasión, y el altruismo intencionado, pueden encontrarse en otros animales.
¿Cómo es posible entonces, conciliar o superar la concepción de la moralidad, como un mero efecto de barniz cultural o religioso?
La respuesta a esta pregunta se encuentra en el llamado efecto Beethoven, es decir, superar la asunción de que el proceso y producto deben de parecerse. Esta equiparación ha llevado a creer que, si la selección natural es un proceso de eliminación cruel y despiadado, por necesidad, el producto de todo ello, han de ser criaturas crueles y despiadadas.
Un proceso detestable por necesidad debe generar resultados detestables de manera inexorable. Sin embargo, la naturaleza, la selección natural, favorece que haya organismos que sobreviven y se reproducen pura y simplemente. Cómo lo consiguen, es un matiz que se encuentra abierto. Unos lo consiguen siendo más agresivos, y otros, siendo más cooperativos o más compasivos, con el único objetivo de propagar sus genes.
Así las cosas, y porque, al fin y a la postre, no somos seres perfectamente diseñados por un sumo hacedor, sino humildes entidades formadas por una evolución chapucera, nos dedicamos a resolver los problemas con aquello que tenemos a nuestro alcance, prefiriendo hacer lo que es difícil en general, siempre y cuando sea fácil para nosotros.
Nuestro pasado animal también determina y explica nuestras conductas superiores, como la amabilidad, la generosidad, el altruismo, y la solidaridad, a la vez que el resto de conductas menos halagüeñas para el género humano.
Técnico de Prevención de Riesgos Laborales en Mondragón Unibertsitatea