No nos une el amor sino el espanto, escribió Jorge Luis Borges. Nos une el miedo, la reiteración de conflictos, el deseo de dejar atrás, para siempre, el horror de las guerras y la amenaza permanente de las armas nucleares. Necesitamos evitar nuevas confrontaciones bélicas y estabilizar la paz, que es causa principal del proyecto llamado Europa. Pero Europa deambula dando palos de ciego. Su estado de salud política va pasando de la prosperidad que aún promete vencer la pobreza a un aumento de la desigualdad; vamos pasando de un disfrute de la paz a una pérdida de seguridad.
Desnortada, la UE sigue dando cobertura al genocidio insoportable en la franja de Gaza. Tirando bombas ciegas que matan, impulsando guerras que rompen los ojos a quienes las miran (más de 44 guerras declaradas siguen matando en estos días) divulgando la amenaza de nuevas bombas atómicas de consecuencias terribles. Fomentar el miedo y la mentira denunciaba Mafalda, una niña sabia, es fomentar un arma de destrucción masiva que el ignorante propaga y el sabio combate, ¿por qué las derechas han elegido la primera opción?
Sin lugar a dudas, las palabras del escritor argentino Borges suenan fuerte, pero él sabe bien cuánto puede paralizar el miedo. Puede paralizar a personas y también a sociedades enteras. Cuando cayó el gobierno fascista de los generales llevándose la miserable “victoria” de 30.000 desaparecidos, el pueblo argentino cayó apresado en las redes del miedo. La parálisis la provocó el miedo, el espanto. Tanto que, para justificar la parálisis, una notable parte de la sociedad se sumó al negacionismo. No había pasado nada, no hubo dictadura militar, todo fue una pesadilla irreal. Videla y sus colegas eran personajes de ficción.
Por eso, aquellos años de torturas y fusilamientos fueron la edad de la locura, de la incredulidad que abrió la puerta al invierno de la desesperación. Fue una época parecida a la actual.
No hemos aprendido nada. Cien millones de muertos en el siglo XXI no son suficientes. La guerra sigue entre nosotros. La destrucción de seres humanos mediante disputas cruentas está viviendo momentos de gloria. La catarsis sigue pendiente.
El caso de Siria es ilustrativo. El poder del presidente depuesto, Bashar al-Assad, cometió las peores atrocidades, como el uso del arsenal químico contra civiles, niños incluidos. Las guerras no se miden ya por el número de muertos, sino por las conquistas de territorios. Los muertos importan menos. Visto lo visto, parece imposible que la humanidad supere la prueba de no matarse. Llevamos miles de años cabalgando sobre el apocalipsis y nada hace imaginar que seamos capaces de lo contrario. No es resignación, es reconocer nuestra naturaleza.
Estos días he visto en la televisión imágenes de la cárcel-matadero Saydnaya, donde el truculento dictador Bashar al-Asad ordenaba la aplicación de torturas extremas. Las celdas eran pocilgas donde la muerte no era la peor de las alternativas. Los que asesinaban por encargo de los jefes dejaban tras de sí amasijos de los que un día fueron personas, como basura con ratas incluidas. Les quedaba el suicidio como posibilidad.
El caso es que Bashar al-Asad y antes su padre, ejercieron el poder con el apoyo de potencias occidentales. Tras la caída del dictador, la población siria, siempre aterrorizada, ha entrado en los palacios de la familia gobernante y ha encontrado una colección de 40 coches de lujo en el garaje del ya depuesto carnicero. Entre ellos se encuentran un Ferrari F50 rojo, un Lamborghini, un Rolls-Royce y un Bentley. Una flota de automóviles cuyo valor conjunto es de varios millones de euros y que el dictador dejó atrás por la generalizada corrupción del régimen sirio. La familia al-Asad vivía de lujo ejerciendo el temor como el mejor aliado del poder.
Dice Joaquín Estefanía en su libro La ideología del miedo: “El terror ha sido siempre uno de los aliados más fieles del poder, que intenta que la población viva inmersa en él. La creación artificial de atmósferas de miedo obliga a los ciudadanos a blindarse frente a los contextos sociales. El miedo que anida en el cerebro quebranta la resistencia, genera pánico y paraliza la disidencia; no hay poder en la Tierra que no haya confiado en alguna forma de terror. Tras un desastre –natural, político, económico– el miedo inicial deja paso a la ansiedad”. Fin de cita.
Estamos viviendo un tiempo en el que se utiliza a la migración como fuente de muchos miedos. Presentar a los menores no acompañados como violentos delincuentes, un peligro para la civilización, y un problema para la patria, no son expresiones esporádicas, fruto de un calentón en el debate, son afirmaciones que potencian una estrategia política de ultraderecha que, según sus palabras, tiene como gran objetivo evitar que la migración termine sustituyendo a las poblaciones autóctonas. Sin embargo, es la ultraderecha la que de verdad quiere implantar una sociedad de hombres y mujeres cuyo perfil sea la piel blanca, las ideas supremacistas y el rechazo a la diversidad cultural, sexual, religiosa. La ultraderecha quiere alinear a la población en desfiles nocturnos con antorchas.
Desde Aristóteles hasta Hobbes, pasando por las más variadas perspectivas, como la de Montesquieu o la de Tocqueville, las filósofas y los filósofos todos han visto en el miedo una variable importante de la vida social y política de un Estado. Lo sabía muy bien Maquiavelo que escribió un ensayo, El Príncipe, en el que dice que el Príncipe no debe preocuparse por ser calificado de cruel si utiliza la crueldad para mantener unidos y fieles a sus súbditos. En su texto instructivo dedicado a la realeza, Maquiavelo solía decir que “en la política es más útil el miedo que la confianza dado que, una vez que esta turbación paralizante invade, es más fácil ejercer el dominio”.
Precisamente estamos viviendo en una época en la que el miedo nos ataca por todas partes. Y cuando se convierte en protagonista de nuestra vida diaria, dejamos de vivir porque toda acción y pensamiento nos produce una parálisis total, y es cuando el miedo no es positivo ya que se apodera de nosotros y nos comportamos como personas no-libres. Sin embargo, el miedo razonable derivado del conocimiento de una realidad global amenazante para las libertades puede ser un acto de prudencia. El miedo es la gran herramienta de la manipulación y la mentira. Es el uso del terror como arma política. Y no se para ese avance con golpecitos en la espalda de quienes niegan las virtudes de la democracia, sino desarrollando la batalla de las ideas y practicando políticas sin corrupción.
Dice el profesor José María Perceval en la revista de la Universidad Autónoma de Barcelona: “El terror paraliza la acción del ser humano y le obliga a obedecer. Lo importante es lo que teme el receptor. El terror se presenta como un fenómeno de comunicación pura y diáfana. Su base es la publicidad del acto violento que se va a realizar, del que se ha realizado o del que tan solo se enuncia como una amenaza próxima, que puede suceder en un tiempo o un espacio cercanos. El terror necesita público, necesita ser comprendido por los amenazados, vive, en definitiva, en el cerebro de los aterrorizados”.
Politólogo especialista en Relaciones Internacionales y Cooperación al Desarrollo