Muchas veces me he preguntado dónde estaban las voces críticas –al margen de las que ocupaban la redacción del periódico mensual Le Monde Diplomatique– respecto del proyecto europeo cuando el economista y analista estadounidense, Jeremy Rifkin, al que se consideraba capaz de leer el futuro, escribía frases como estas: “La Unión Europea es en la actualidad la primera institución de gobierno realmente posmoderna” o ser considerada como “la primera mega institución de gobierno de toda la historia que nace de las cenizas de la derrota” o calificarla como “la primera entidad política de la historia cuya existencia no tenía otro objetivo que “construir la paz”.

Según Rifkin, “el sueño europeo es un faro en un mundo convulso. Su luz nos señala una nueva era de inclusión, de diversidad, de calidad de vida, de solidaridad, de desarrollo sostenible, de Derechos Humanos Universales, de los derechos de la naturaleza y de la paz en la Tierra”.

El libro en el que aparecían todas estas frases fue publicado en el año 2004. Se trataba de un ensayo –no sé si escrito por encargo, al menos, así lo parece– de fácil lectura que, estaba claro, tenía como objetivo crear un clima en la opinión pública europea favorable a la aprobación de la llamada Constitución Europea. Francia y Holanda dijeron “no” en referéndum y, el proyecto de una Constitución para Europa se sumió en el silencio y pasó a mejor vida. No obstante, al margen del resultado de las urnas en esos dos países europeos, el discurso de la Unión Europea como el gran logro-invento político caló, sin apenas crítica, entre la intelectualidad y se fue instalando en el imaginario colectivo como discurso oficial que se convirtió en el verdadero.

El pasado 24 de noviembre, en la tercera página de Diario de Noticias de Navarra, en la columna titulada Mesa de Redacción el director del rotativo, Joseba Santamaría, bajo el título ¿Qué Europa va a quedar? decía: “La desconfianza anida desde hace tiempo en las instituciones europeas y en este escenario de incertidumbre y recelos generalizados, la ultraderecha avanza paso a paso con mayor presencia… Un blanqueamiento progresivo de las posiciones extremistas y ultras que supone al mismo tiempo la renuncia a los valores y principios originales del proyecto europeo en una Unión cada vez más alejada de los núcleos de poder político y económico internacionales, sometida al seguidismo acrítico, a los intereses de los EEUU y con cada vez menor capacidad de influencia en los conflictos de geopolítica global”. ¡Por fin una crítica seria!

Pero…, en verdad, ¿la Unión Europea fue, como siempre ha dicho el discurso oficial, una creación política cimentada en valores y principios democráticos que pretendía crear la paz perpetua y que están siendo, ahora, pisoteados? O, por el contrario, ¿desde su origen, fue otra “cosa” que perseguía otros objetivos ocultos tras una cortina seductora y fastuosa de grandes y solemnes declaraciones que impedía ver el auténtico fraude axiológico-político que se estaba proyectando?

Hace más de quince años, en mi obra Algunas claves para otra mundialización señalé que “desde su origen, la Unión Europea, era “otra” cosa, que perseguía otros objetivos”. Y es que nada se puede entender respecto de la construcción de la Unión Europea si no partimos de la idea de Imperio y de que quien consiguió la victoria en la Segunda Guerra Mundial fue el Imperio Angloamericano. A partir de esa premisa, la Unión Europea será lo que quiera el Imperio y tendrá el papel que quiera el imperio.

¿Cómo operó el Imperio angloamericano? La realidad de los acuerdos internacionales de julio de 1944 –los conocidos como de Bretton Woods, que creaban el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional– están en la base del European Recovery Program (Programa para la Reconstrucción de Europa) que pasaría a la historia como el Plan Marshall. Un programa de ayudas que no obedecía a razones filantrópicas ni de compasión por el sufrimiento que había producido la reciente y atroz guerra, sino, una vez más, tenía como objetivo la expansión e implantación de la ideología y prácticas del modelo liberal individualista angloamericano donde, con anterioridad, existía el liberalismo comunitario de corte democrático producto de la Ilustración francesa y alemana.

El plan Marshall estaba sometido a una condición ideológica liberal individualista determinante y decisiva: la contraprestación a la recepción de las ayudas sería “la creación de un mercado único ampliado en el que se eliminaran de manera permanente las restricciones cuantitativas en los movimientos de bienes, las barreras monetarias al flujo de los pagos y, a la larga, todos los aranceles”.

La totalidad de los firmantes del Tratado de Roma de 1957 (Francia, Italia, Alemania, Bélgica, Países Bajos y Luxemburgo), más allá de su lamentable situación coyuntural como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial, eran Estados con administraciones modernas, instituciones políticas desarrolladas y sistemas jurídicos lógicos surgidos del modelo de contrato social, inspirado en la filosofía de las Ilustraciones francesa y alemana.

Dicho contrato se había establecido, en las primeras décadas del siglo XIX, entre la clase social burguesa y la clase política del momento y se había sellado mediante Constituciones liberales colectivistas, asentadas sobre los principios de libertad, igualdad y fraternidad, que, en el discurrir del tiempo fueron haciendo concesiones al modelo democrático (sufragio universal, reconocimiento de los derechos políticos, laborales, sociales…) sentando las bases del Estado de bienestar, llegando, en algunos casos, al Estado Social.

Sobre esta base, resultaba lógico que esa unidad supraestatal como la Unión Europea, en línea con el proceso seguido por los propios Estados que la componían, así como los que se irían incorporando, y condicionada por su “compromiso genético”, es decir, lo que Europa ha sido y significado para el mundo, acabase siendo un macro-Estado liberal de inspiración social en dialéctica continua con el sistema democrático. El resultado final hubiera sido una Europa liberal con un marcado carácter social. ¡Y, nada más lejos de eso! Hasta ese momento se vivió en el espejismo y, esto llevó a creer a la gran mayoría de los europeos en la certeza de los discursos fundacionales.

La provocación de la llamada “crisis del petróleo” de 1973 va a suponer un antes y un después para todos y cada uno de los Estados de la sociedad occidental y, también para la construcción del modelo político europeo. Como pretexto, se va a hacer creer, en términos generales, que un mayor crecimiento económico, esto es, un mayor beneficio y bienestar, es incompatible con un mayor desarrollo democrático de las sociedades y que, por tanto, es preciso dejar de lado el Estado intervencionista y poner alfombras de terciopelo a la autorregulación.

Desde este momento, el modelo de Unión Europea se somete, de lleno y sin tapujos, al embridado del Mercado, esto es, al poder del entramado multinacional. El ultraliberalismo angloamericano individualista da el golpe de gracia al liberalismo francoalemán de corte comunitarista y se erige en doctrina y cosmovisión. Si bien, no quisimos darnos cuenta, fue en ese momento cuando la cortina inicial se desploma y aparece la verdadera cara de la Unión.

Pudo comenzar a verse que los valores fundacionales no eran los auténticos europeos, que nos habían cambiado nuestro sistema axiológico y que, además, para que no incurriésemos en ninguna tentación herética, se incorpora a la Unión, Gran Bretaña con el papel de “vigilante nocturno” y que desempeña hasta el Brexit. Esto es, hasta el momento en el que Europa no puede dar marcha atrás.

A partir de 1973 y, siguiendo, inequívocamente, los dictados del ultraliberalismo angloamericano a modo de biblia laica, la Unión Europea será el resultado de sucesivas decisiones políticas, reflejadas en Tratados (Maastricht y el de la Unión en 1992, Ámsterdam en 1997, Niza en 2001, Lisboa en 2007…), que permitirán a diferentes gobiernos de los Estados enmascarar sus opciones como decisiones tomadas en otra parte: “Lo dice Europa”. Y de ahí el adoctrinamiento en todos los miembros de la Unión.

Hoy, parece que nos extrañamos del crecimiento de los partidos de derecha y nos alarmamos de la cada vez mayor presencia de las formaciones de ultraderecha en las instituciones estatales y en la propia Unión Europea. Es una realidad que creímos ingenuamente que Europa era una fantástica creación política para la paz y el bienestar e, incluso, más tarde, compramos el discurso de Jeremy Rifkin. No nos dimos cuenta de que el plan Marshall era un bizcocho con estricnina, que al aceptarlo habíamos comprado los grilletes neoliberales. Para quienes creímos en la idea de que otra Europa sería posible no cabe otra opción que la de la resignación.

¡Ah! Y, para aquellos que siguen creyendo, en la maravilla que supone esta Europa, con frecuencia seducidos por el disfrute de los fondos que ha repartido y sigue repartiendo, les diré que ese dinero sale de nuestros/sus propios bolsillos. Europa, como toda institución dentro del sistema capitalista no entiende la lógica de la generosidad. ¡Los fondos hay que devolverlos!

Los análisis críticos de la deriva del modelo de la Unión Europea, considero que son necesarios. Pero…, ¿no será ya demasiado tarde?