Beti berri den ura, iturri zaharretik edaten dut” (Bebo de la vieja fuente el agua siempre nueva), es un verso del poeta Joxean Artze que, enlazando con los conceptos de tradición y adaptación a los tiempos, bebe asimismo de otra fuente más antigua: la del filósofo griego del siglo V a.C. Heráclito al que se le atribuye la frase de que “la vida es como un río que fluye, donde no se repite dos veces la misma situación”.

Esta introducción me sirve de apoyatura para explicar los rasgos principales de la conformación de EAJ/PNV como una organización política de raíz democristiana que, a lo largo de una convulsa historia de 129 años ha sabido conectar con la mayoría social vasca.

En 1906, apenas tres años después del fallecimiento de Sabino Arana, el PNV aprobó su primer Manifiesto-Programa planteando la creación de asociaciones benéficas y de socorro y el fomento de los patronatos obreros que proporcionaban instrucción profesional para la clase proletaria.

La Comisión de Acción Social resultante de aquel Manifiesto-Programa preparó la fundación del sindicato Euzko Langileen Alkartasuna-Solidaridad de Obreros Vascos (ELA-SOV) en 1911, modelo de sindicalismo cristiano de clase y reivindicativo, frente a otras formulaciones también católicas de sindicalismo mixto (con participación de la patronal).

En esta acción política influyó decisivamente un documento pontificio que marcará el devenir histórico-ideológico del nacionalismo vasco como organización de masas vinculada con la justicia social plena y universal. Me refiero a la encíclica Rerum Novarum (de las cosas nuevas), promulgada en 1891 por el papa León XIII, que analizó los cambios de un fin de siglo pleno de desigualdades, exigiendo que la fuerza del trabajo no fuera considerada una mercancía, que se condenara la lucha de clases y se otorgara al Estado la misión de promover el bien público y el privado (tesis estas antitéticas del laissez faire, laissez passer liberal.

La encíclica, referente ineludible para fuerzas cristianas (y también para las marxistas) como el PNV, caracterizó al capitalismo como causa de pobreza y degradación de los trabajadores y concretó otros aspectos relacionados con el proletariado como el descanso dominical, la prohibición del trabajo infantil, el justo salario y la previsión social (aspectos estos ya considerados en el Manifiesto-Programa del PNV).

Una década después, en diciembre de 1919, se celebró en Gasteiz el primer Congreso de la Federación de Juventudes Vascas, donde se pidió la confección de un programa social abertzale que subordinara la estrategia electoral a la llamada “cuestión social” (primacía ideológica).

En aquella cita, el abogado navarro Manuel Irujo Ollo expuso un documento de conclusiones en el que se decía que “la Asamblea de Juventudes Vascas, haciéndose intérprete del ambiente que reina en todo el país y en el nacionalismo vasco, en orden al mejoramiento material y espiritual de todo hombre y considerando que la orientación actual oficial del partido no se ocupa debidamente de estas cuestiones urgentes”... plantea se acuerde una revisión general (…) para que sus principios básicos se amplíen y respondan mejor a las nuevas exigencias de la vida colectiva y de las libertades individuales, incorporando al Nacionalismo vasco, en todos sus órdenes, a las corrientes del progreso de la Humanidad”.

El texto, además de un importante aldabonazo hacia el proceder político de los “mayores”, supuso un punto de inflexión en cuanto a la modernización del partido.

En los meses posteriores, destacadas figuras como Egizale –Antonio Villanueva– hablaron de “la orfandad que se ha tenido al obrero vasco por las autoridades del partido”, “de la desconsideración patronal hacia las necesidades de la clase trabajadora”. En ellas, se resaltaba la tesis de “la gran oferta que el nacionalismo vasco podía realizar a las masas obreras”.

Ante la situación de zozobra provocada por el documento de Euzko Gaztedi Batza, el Euzkadi Buru Batzar (nada más lejos de la anquilosante, manipulada y manida frase de “en tiempos de desolación no hacer mudanza”) convocó una Asamblea General en 1920 en Donostia. Sin embargo, siendo esta “el primer intento serio del nacionalismo de superar el neutralismo social”, lo cierto es que los resultados no estuvieron en consonancia total con los postulados defendidos por los jóvenes nacionalistas. La cuestión nacional prevaleció y el debate social quedó aplazado sine die.

Aunque se aprobó un texto que hablaba de la defensa de un “Régimen de justicia social”, la verdadera clave del avance de los planteamientos abertzales la encontramos en las ponencias previas.

En ellas, se hablaba de “subordinación de la propiedad privada al bienestar general”, en sintonía con el concepto de “función social de la propiedad”.

Y en ellas también, Jesús María Leizaola (con 24 años) exponía sus críticas al sistema capitalista por basarse únicamente en la ley de la oferta y la demanda.

Con la llegada de la II República (14 de abril de 1931) un PNV reunificado unos meses antes en la Asamblea de Bergara, intensificó su política en clave democristiana, acentuando su perfil social progresista.

El nacionalismo vasco se separaba gradualmente del social catolicismo de corte paternalista, orientándose hacia los postulados del filósofo francés Jacques Maritain quien afirmó que la concepción del paternalismo “ tiende a tratar al obrero como a un menor y se opone a la conciencia de la dignidad social y de los derechos de la persona obrera”.

Eran estas etapas de un trayecto de apertura del Partido hacia sectores laicos (agnósticos etc.), de rumbo democristiano progresista, de desarrollo del concepto de Pueblo en renacimiento y, por supuesto, de viraje hacia el centro-izquierda político

La tarea de los diputados jeltzales del momento, más allá de su lucha por materializar un proyecto autonómico para todo Hegoalde, se centró en la atención a los sectores sociales desfavorecidos (derecho de los baserritarras a acceder a la propiedad de las tierras que trabajaban, creación de cooperativas agrícolas y cajas de ahorro, oposición a los desahucios campesinos). En esta misma línea de favorecer a los desfavorecidos y eliminar formas de explotación humana, presentaron propuestas legislativas en Cortes para garantizar un salario familiar digno y fomentar la participación de los obreros en los beneficios de las empresas, fórmula ésta ya aplicada por nacionalistas como Ramón de la Sota en su naviera y por José Antonio Agirre en su negocio chocolatero. Estas iniciativas suponían la plasmación práctica de una ideología formulada en términos de “tercera vía entre el liberalismo capitalista más egoísta y el socialismo estatista”. Una formulación plenamente humanista que apostaba por crear un nuevo orden socioeconómico. Una formulación que hizo del PNV la única organización política que defendió desde el primero hasta el último de sus militantes y cargos públicos el concepto de humanización de la guerra en la contienda civil española (1936-1939).

Aquella vía humanista de raíz cristiana fue aplicada algunas décadas más tarde por José María Arizmendiarrieta para poner en marcha, junto con personas pertenecientes a un espectro sociológico abertzale, el exitoso proyecto cooperativo de Arrasate. Un proyecto que la antropóloga norteamericana Sharryn Kasmir, cercana a los postulados de LAB, calificó en su obra El mito de Mondragón como “vinculado al proyecto político antisocialista [socialista revolucionario de HB, se entiende] del PNV para la sociedad vasca”.

Y ya en 1977, el nacionalismo vasco, en su Asamblea Nacional de Iruñea, recogió el legado de aquella trayectoria histórica para reiterar su apuesta por la “tercera vía” en consonancia con teorías autogestionarias y tendencias humanistas “ que creen un nuevo modelo social que compagine la exigencia de un sistema socialmente justo y la plena vigencia de las libertades democráticas”.

Todo aquel bagaje, ha servido al PNV para apuntalar durante los últimos 40 años, un modelo de bienestar social asentado en servicios públicos de vanguardia y de calidad y en la materialización práctica de una política solidaria sustentada en el trinomio público-social-privado.

Hoy, las recetas para la recuperación socio electoral del nacionalismo vasco institucional debieran quizás pivotar sobre la puesta en valor del tándem tradición histórica humanista y reconexión con las nuevas realidades del momento. El abertzale de la primera mitad del siglo XX José Domingo Arana ya habló de que el nacionalismo vasco “debía incorporar nuevas verdades a su ideario”; quizás ha llegado el momento para ello, tomando como base el “Iturri zaharretik, ur berria”. Doctor en Historia Contemporánea