Apartir de la denominada crisis del petróleo de 1973, que marca el final de la era del petróleo barato controlado por los consumidores más que por los productores, los líderes de las economías capitalistas más desarrolladas van tomando conciencia de la necesidad de conformar un frente político y económico capaz de defender los intereses del bloque ante lo que parecía una voluntad imparable de autonomía y poder de decisión por parte de las colonias y países de la periferia. En realidad, es Estados Unidos quien tiene más claro la necesidad de ese espacio de autodefensa de los países más ricos, y por eso, como es habitual, hace que sea Francia quien, en 1975, con la declaración de Rambouillet, presente la propuesta como cosa compartida por todos.

Para reforzar el peso anglosajón en el foro, Estados Unidos hizo que se invitara a participar a Canadá, y a cambio, para compensar a Francia y Alemania, se invita también a la Comisión Europea a las reuniones anuales. Es cierto que en 1975, entre las economías capitalistas, Brasil tenía una capacidad de producción industrial mayor que la de Canadá, pero la elección del séptimo socio no es baladí: se trataba de reforzar el predominio de la visión del mundo de los anglosajones, en concertación con los socios más cercanos en intereses y enfoque de los asuntos internacionales, para el caso los países más ricos e industrializados del planeta. En 1998 se quiso incorporar a Rusia, a pesar de que había pasado de ser en 1975, cuando era la URSS, la segunda potencia industrial tras Estados Unidos, a tener un PIB industrial similar al de Austria o Tailandia. Como sabemos, el contubernio duró poco: en cuanto Rusia demostró querer ir por libre y tener su propia agenda internacional.

Al poco tiempo, en 1999, se estableció el G20, un nuevo foro que reúne a los socios del G7/8 y a las principales economías industriales de otros continentes. La participación de Arabia Saudí y no de Malasia, Tailandia o Irán en este foro puede llamar la atención en términos puramente cuantitativos, de peso económico y cosas así, pero es evidente el papel central que juega Arabia Saudí (aunque parece que cada vez menos) en la estrategia de Medio Oriente y en la geopolítica del petróleo de Estados Unidos.

Que España sea invitado permanente al G20 es uno de los pocos hitos en la política exterior española de las últimas décadas –aunque hay quien se empeña en reconocer el logro más a Sarkozy que a Zapatero, por ser aquel quien cedió un puesto a España en noviembre de 2008, al ostentar a la vez la presidencia de Francia y la presidencia pro tempore de la UE–. El G7, sin embargo, representaba en 1999 (65%), un porcentaje mayor de la producción industrial mundial que en 1975 (54%). Es evidente que el G20 se concibe como una extensión de la influencia de la visión del mundo que tienen los países más desarrollados e industrializados del planeta, un espacio de concertación sobre aspectos económicos, financieros y comerciales –no por casualidad el foro se crea poco después de la crisis asiática de 1997, que afectó principalmente a Corea del Sur, Tailandia, Filipinas e Indonesia, y que se saldó con un frenazo de la acumulación de capital en el sudeste asiático y un afianzamiento del capital norteamericano y japonés en la región. Un buen momento para compartir la visión “occidental” del mundo con nuevos socios en un club menos selecto que el original–.

Pero desde entonces, el panorama económico mundial ha cambiado sustancialmente. Hoy el G7 apenas genera el 35% de la producción industrial mundial, y China, que en 1975 representaba el 3% y en 1999 el 6% de la producción industrial mundial, hoy tiene una capacidad industrial similar a la de todos los países del G7 juntos.

Por eso, recientemente se ha visto el intento de los BRICS, el club formado en el contexto de la crisis financiera de 2007, de ampliar su influencia incorporando a otros países poco beneficiados por las reglas económicas implantadas desde las cumbres dominadas por Occidente, como Argentina, Egipto, Etiopía, Irán, o dispuestos a resituarse en el nuevo escenario económico global, como Arabia Saudita (en busca de mayor autonomía política) o los Emiratos Árabes Unidos (principal centro logístico y comercial para los “enemigos de occidente” en Medio Oriente y el Cuerno de África).

Es evidente que los intereses económicos, comerciales y financieros de los países “occidentales”, que dominan el Grupo de los Veinte además de con la presencia del G7, con la de la UE, Australia, Corea del Sur, México o Indonesia –y por supuesto, España como socio 21– no representan ya la mayoría de la actividad económica mundial. Y por tanto, tampoco política: cuando en marzo de 2014, cuando Australia acogía la cumbre del G20 de 2014 en Brisbane, la ministra de Asuntos Exteriores australiana propuso (por iniciativa propia o por sugerencia de quien corresponde) prohibir la entrada de Rusia en la cumbre por su anexión de Crimea, los ministros de Asuntos Exteriores de los BRICS tuvieron que recordarle a la ministra australiana que “la custodia del G20 pertenece a todos los Estados miembros por igual y ningún Estado miembro puede determinar unilateralmente su naturaleza y carácter”.

La ausencia en la reciente reunión del G20 de los presidentes de Rusia y de China simboliza los movimientos institucionales en marcha en un periodo caracterizado tanto por la incertidumbre respecto a al diseño futuro de las reglas normativas e institucionales del orden mundial, como a la certeza de que en menos de una década el panorama cambiará radicalmente.

La decisión de incorporar a la Unión Africana al G20 por su parte forma parte del intento del G7 de reforzar su influencia en un área geográfica clave en el presente y sobre todo en el futuro. Aunque África apenas representa el 2% de la producción industrial mundial o el 3% del PIB, dispone de grandes reservas de materias primas estratégicas, en primer lugar petróleo, pero también el 80% de las reservan de coltán, elemento insustituible en la producción de equipos electrónicos, están en la R.D. Congo, país que tiene también junto a Ruanda grandes reservas de cobalto; las reservas de uranio de Níger, Namibia y Sudáfrica superan a las de América del Norte y a las de cualquier otra región del mundo salvo Australia. Hay grandes reservas en Sudáfrica y otros países de cromo, cobre, manganeso, zirconio, iridio o platino… basta pensar que el complejo militar-industrial de Estados Unidos importa el 50% de sus materias primas de metales raros y no ferrosos y el 75% del cobalto de África, para darse cuenta de la importancia geoeconómica del continente.

Pero la mayor riqueza potencial de África es su gente, en un contexto de envejecimiento acelerado en la mayor parte del mundo. En Europa la mitad de la población tiene ya más de 43 años, se estima que en cincuenta años la mediana se acerque a los 50 años; en América del Norte, la mitad de la población tiene actualmente más de 37 años, y en medio siglo superará los 45, en Asia, la mitad de la población ya tiene más de 32 años y en cincuenta superará los 44 años. Mientras que la reserva de mano de obra de Latinoamérica se va agotando, pues por la migración, en medio siglo la mitad de población pasará de tener más de 31 años a 46 años, África se mantiene como la gran reserva de fuerza de trabajo: la mitad de la población tiene actualmente menos de 20 años, y en medio siglo, la mitad seguirá teniendo menos de 30 años.

Está por ver que el gesto de invitar a la UA a participar en el G20 vaya a tener algún cambio significativo en la geopolítica de la región, pues desde que China se ha afianzado como principal socio económico de la mayor parte de los países africanos, algunos países del continente han experimentado las mayores tasas de crecimiento económico del mundo. En la última década, después de Asia (4,4% de media anual), África es el continente que más ha crecido (2,6% de media anual), algo más que Oceanía (2,5%) y muy por delante de las Américas (1,7%) y de Europa (1,5%). Lo que Occidente/G7 pueda ofrecer de mejor, por ahora no lo conocemos. l

Profesor titular de Economía Política en UPV/EHU