Aunque la palabra paradigma suene a algo muy distante y enigmático, está mucho más cerca y dentro de cada uno de nosotros de lo que nos podemos imaginar. Tiene su origen en el campo de la ciencia, cuando nos referimos al conjunto de modelos o ejemplos con los que habitualmente resolvemos los problemas. Por extensión, el paradigma personal tiene que ver con el marco mental en el que desplegamos nuestros pensamientos, construimos los razonamientos, emitimos los juicios y activamos los comportamientos. No podemos vivir sin paradigmas de referencia y nos aferramos a ellos cuando alguien nos relata un problema y queremos buscar una solución. La búsqueda se construye revisando –mental e inconscientemente– lo que entendemos por causas, y tras ello proponiendo cambios en las mismas. El paradigma está debajo de todo ello; es el soporte que construye la lógica personal de las conversaciones con las que damos sentido a lo que nos pasa y les pasa a otros, y que compartimos cotidianamente con los cercanos al contrastar noticias y afirmaciones.

A este cúmulo de posicionamientos también lo llamamos ideología, principios o líneas rojas. Los usamos también para clasificar con facilidad y simpleza a otras personas a través de la valoración subjetiva de sus formas de pensar y comportarse. Ser calificado de izquierdas, de derechas, progresista, conservador, religioso, tolerante, agresivo, anárquico, innovador u otras muchas categorías tiene que ver con una forma de entender las cosas de la vida, bajo un cierto paradigma dominante en cada persona. Los juicios sobre lo que es correcto o incorrecto también se apoyan en los paradigmas personales, y dentro de los grupos humanos constituyen los principios morales que inundan cada culturan

El paradigma nos exige –inconscientemente– que se produzca un encaje entre lo que se percibe o escucha del exterior y sus principios inamovibles, expulsando de nuestra lógica cualquier intento de comprender lo que no responde a sus esquemas. La respuesta, cuando no hay este encaje, es la frecuente e inútil actitud de indignación. Romper los cimientos del paradigma personal es eliminar los fundamentos de nuestra singular lógica. La manifestación externa de este desencaje es la de sentirse ofendido por las declaraciones de otros, aun cuando tales manifestaciones sean opiniones tan fundadas como las del escuchante, eso sí, construidas sobre otros paradigmas. Esta selección acumulativa de conceptos o pilares –que forman el paradigma personal– tiene lugar en el marco religioso, cultural, político, familiar, educativo, afectivo, laboral y social en que se desenvuelve la persona en el primer tercio de su vida.

Pongamos un ejemplo muy vigente sobre el paradigma personal que se sustenta sobre un modelo de base y concreto que es “el respeto al otro”. Respeto no significa igualdad, pues supone una lógica de diferenciación sin superioridad preestablecida entre dos individuos o dos grupos. El principio antiparadigmatico del respeto es “la desconsideración del otro o los otros” por calificarlos de distintos e inferiores, y por tanto posibles objetos de relaciones de incomunicación, burla, descalificación, sumisión, dependencia y vejación. Sobre el paradigma del respeto se pueden construir algunos comportamientos valiosos, como la escucha activa, la cooperación y el aprendizaje, que transforman la diversidad o la diferenciación en un activo común, es decir un recurso positivo. Esto ocurre cuando logramos la conjunción de intereses, la hibridación de soluciones y la consideración de las ventajas siempre presentes en lo diferente. Sobre el paradigma contrario de la desconsideración del otro se construyen otras posiciones de aislamiento, autoritarismo, de marginación, explotación, incluso de expulsión de los individuos de ciertos entornos sociales considerados superiores o de elite. Las estructuras jerárquicas –en el uso excesivo del poder, no de la autoridad– conducen a soluciones dentro del paradigma de la desconsideración y el autoritarismo al someter la voluntad de unas personas bajo la de otras. La propaganda, que rodea a todos los conflictos, pretende por ambas partes construir moldes paradigmáticos contrarios sobre los que afectar cualitativamente los argumentos y posturas de los afectados y observadores.

Las conversaciones y acuerdos entre personas o colectivos que rezuman paradigmas opuestos, no pueden entrar en soluciones satisfactorias y duraderas para ambos posicionamientos sin ayuda especializada del exterior. Esto lo vemos continuamente en el enfrentamiento obsesivo de los partidos políticos entre sí, en los conflictos intergeneracionales y en los choques culturales. El acuerdo –si llega– es ficticio, engañoso y artificial, donde no se han satisfecho los principios paradigmáticos de ninguna de las dos partes, porque los paradigmas opuestos están debajo de lo que se razona, cada uno con su lógica. Un mal arreglo, como tantas veces se dice –si llega– volverá a ser replanteado quizás pocos meses o años después, pero sobre un conflicto más enquistado.

Por eso los paradigmas personales son ciegos y no ceden, porque si lo hacen se destruyen para siempre. La persona se siente mentalmente desarmada y contrariada –se dice indignada–, no siendo nunca sustituido su paradigma por otro paradigma contrario o enfrentado al anterior. Podemos decir que tenemos ceguera paradigmática cuando nos aferramos ciegamente una sola forma de ver y hacer las cosas, asegurando que la nuestra es la cierta o verdadera. Esta ceguera disminuye nuestra capacidad de percibir cambios necesarios en nuestras posiciones, de explorar nuevos conceptos y explotar oportunidades para llegar a soluciones, es decir aprender. Casi siempre hay más de una manera de resolver un reto con ventajas insólitas en distintos enfoques, que nos proporciona el paso de tiempo y los cambios inesperados de otros grandes paradigmas, como son –en estos momentos– los tecnológicos y poblacionales respecto a los modelos de vida y trabajo.

Siguiendo con el ejemplo del respeto al otro, si este paradigma estuviera entroncado mayoritariamente en la sociedad las actitudes de dominio y de abuso entre personas de distintas categorías profesionales, de igual o distinto sexo, de distintas edades y otras diferencias, serían minoritarias y socialmente reprobadas con un rechazo extensivo a la “desconsideración”. Y en tanto en cuanto esta dualidad de paradigmas –respeto y desconsideración– se decante en un sentido u otro instalándose en la comunicación, en la educación, en la valoración social, en las leyes, en las formas de pensar, de razonar, de juzgar y de actuar, el cambio social puede conducir a nuevos espacios socialmente inéditos para bien o para mal.