Pues según y cómo. Los salarios son la parte de la riqueza producida cada año que se reparte en forma de renta monetaria directamente a los trabajadores que la han generado, incluyendo los salarios diferidos en forma de cotizaciones para las situaciones de desempleo o jubilación. Otra parte se la quedan los propietarios del capital y otra, a través de los impuestos sobre la producción, se le transfiere al estado. Los autónomos, por definición, no son asalariados, y su parte de la renta, que aparece confundida con las ganancias en la contabilidad nacional, se separa y se añade a los salarios para calcular la distribución de la producción (“parte salaria ajustada”, es como se denomina técnicamente a la suma de las rentas salariales y de los trabajadores autónomos).

Uno de los cambios estructurales más importantes de las últimas décadas, pero que recibe una escasa atención por parte de los economistas y en particular los que trabajan para los organismos privados (los más) o públicos (los menos) que asesoran a los gobiernos nacionales o a la Comisión europea, es que mientras el trabajo asalariado no deja de crecer, la parte de la renta que se distribuye a los asalariados no deja de bajar. En 1980, el 82% de los trabajadores de Europa occidental se repartían en forma de renta el equivalente al 64% del producto bruto generado. En 2020, el empleo asalariado había crecido hasta el 86%, pero la participación en el producto se redujo hasta el 58%. En Estados Unidos, el empleo asalariado subió en los últimos cuarenta años del 92% al 94%, pero la participación de los asalariados (incluida la renta de los autónomos) bajó del 62% del PIB al 59%. En España, hace cuarenta años los asalariados eran el 76% de la fuerza laboral. Hoy son el 86%. Pero las rentas del trabajo (asalariado y autónomo) han pasado del 66% al 56% del PIB.

Que el empleo asalariado suba diez puntos pero que la participación en la renta de los salarios baje diez puntos ilustra con el caso español una tendencia general en el mundo desarrollado, en lo que hoy se denomina Occidente, que se ha venido manifestando desde los años ochenta, cuando se produce el giro de las políticas públicas hacia lo que genéricamente se denomina “neoliberalismo”. Este es el principal factor de pérdida de capacidad adquisitiva: los asalariados cada vez son más y tiene más peso en la producción, haciendo inútiles los discursos sobre “emprenditorialidad” la “producción sin empleo” y otras de las innovaciones terminológicas y conceptuales de la neolengua del tenocratismo neoliberal. Pero al mismo tiempo, cada vez tienen menos peso en el reparto de la producción.

La caída del salario relativo muestra que se llevan décadas de deterioro de la participación de los trabajadores en el consumo de los bienes y servicios que ellos mismos producen, al punto que el importante incremento de la participación del estado, y el posterior reparto por el mismo de la renta secundaria en forma de servicios públicos gratuitos, resulta insuficiente para compensar el deterioro del tamaño de la tarta de los bienes y servicios que obtienen directamente los trabajadores.

A esta situación estructural se le añade la coyuntura inflacionaria, consecuencia de la guerra económica declarada por Occidente a Rusia, y las repercusiones de la misma en el propio territorio de la UE, Estados Unidos y otros aliados occidentales. El aumento de los precios de los bienes de consumo de los trabajadores, de la energía a los alimentos, deteriora la capacidad adquisitiva de los salarios en el corto plazo, que se puede rastrear en las estadísticas con la caída de los salarios reales. Aunque el deterioro de los salarios reales tiene menos impacto que el de los salarios relativos, sus consecuencias son más visibles e inmediatas, y generan mayor preocupación social y también reivindicación de mejoras salariales por parte de las organizaciones sindicales.

Pero hay una dificultad real para tomar una decisión de incremento de salarios en un país particular de la UE. El problema no es, como le gusta indicar a la patronal vasca y española, que un aumento de salarios que compense el aumento del costo de la vida pueda echar leña al fuego del aumento de los costes y general una espiral autorreferencial de costes e inflación en la que al final los trabajadores se llevarían la peor parte. Siempre se olvidan, los que así argumentan, que el aumento de salarios no se traduce de forma inmediata en un aumento de costes, sino en una reducción de los márgenes de ganancia. Es la reacción a esta caída en el margen de beneficio lo que lleva a las empresas a aumentar sus precios de venta y alimentar así la inflación. Si se aceptara la reducción en los márgenes asociada a los aumentos de salarios, no habría impacto en la inflación. La evolución estructural de los salarios (los salarios relativos) permite pensar que hay margen suficiente para asumir una reducción puntual del margen de ganancia en un 7-8%. Otra cosa es si además hay que añadir una reducción de la tasa de beneficios asociada a incrementos de la fiscalidad sobre las empresas, aumentos de los costes de financiación por el aumento de las tasas de interés, y en un contexto de inflación de costes por factores externos como la guerra contra Rusia… no parece que sea la mejor coyuntura para evitar que los asalariados carguen con su parte del coste de la guerra económica en la que estamos embarcados “sin querer queriendo”, que diría Chepirito.

Pero el problema estructural está en otro lado. Los salarios no pueden crecer de forma duradera más de los que lo hace la producción, pues no se puede repartir lo que no se produce. Entre 1960 y 1982, la producción de bienes y servicios creció mucho más que los salarios. España pasó de producir el 40% del valor de la producción por habitante de Europa occidental al 50% en 1966. Los salarios en cambio solo pasaron del 14% de los salarios medios de Europa occidental al 21% en 1966. El “milagro económico español” también se produjo porque mediante el ajuste salarial se pudo cargar sobre los trabajadores todo el esfuerzo necesario para realizar la rápida acumulación de capital que tuvo lugar en ese periodo.

Desde los últimos años del franquismo hasta el año de la Olimpiada de Barcelona, la economía española pasó de representar el 60% de la capacidad de producción europea al 70%. Y desde entonces, con ligeras variaciones coyunturales, nos hemos mantenido en ese umbral de una economía que produce casi un tercio menos bienes y servicios por habitante que los países de su entorno rico (no es cosa a estas alturas de compararnos con Marruecos o Argelia. Aunque uno nunca sabe…).

El caso es que los salarios siguieron mejorando respecto a la media de Europa occidental hasta finales de los años 80, cuando se estancaron también en el 77% de la media de la UE-15. Desde el año 1992 hasta hoy, en la comparación con la Europa rica salen mejor parados los salarios que la producción, aunque ambos sigan siendo significativamente inferiores.

En un contexto de integración fuerte de los mercados de bienes y servicios, España por sí sola no tiene posibilidad de aumentar mucho más los salarios relativos a la riqueza producida. Una cosa es que se redistribuya la masa salarial entre los propios trabajadores, como está ocurriendo con el aumento del salario mínimo: este sube, al tiempo que se reducen o se estancan los salarios medios y altos. Pero la dinámica salarial general está cada vez más condicionada por lo que hagan los demás socios europeos. Mientras los países de mayor productividad mantengan una estrategia de bajos salarios, como la que lleva impulsando Alemania en el siglo XXI, desde la Agenda 2010 del presidente Gerhard Schröder e incluso desde antes, la imposibilidad de mejorar la capacidad de compra de los asalariados del sur de Europa seguirá presente en forma de ajuste salarial permanente.

La cosa se complica aún más porque la política salarial, como la política laboral en general, es una competencia exclusiva de los estados. La percepción negativa que esta situación generaba en los trabajadores de diversos países, como Francia u Holanda, que se tradujo en el rechazo popular al nonato Tratado Constitucional de la UE, fue rápidamente ocultada con un nuevo Tratado de Lisboa, copia literal del rechazado, al que se añadía el maquillaje de una supuesta Carta de Derechos fundamentales, de rango jurídico inferior y bastante desdibujada en lo que se refiere a las garantías laborales, de la que incluso se descolgaron algunos países como Gran Bretaña o Polonia.

El tratado constitucional se ha quedado obsoleto por muchos motivos. Pero en los rumores de reforma todavía no se escucha con suficiente intensidad la necesidad de avanzar hacia una política salarial y de negociación colectiva europea, que rompa con la estrategia de empobrecimiento relativo permanente de los trabajadores.

Profesor titular de Economía Política en UPV/EHU