Adelantaba recientemente el Ayuntamiento de Bilbao una noticia que ha pasado sin demasiada pena ni gloria. Hacía saber el Consistorio que, por primera vez, mediría el ruido y los decibelios de las barracas, txosnas, locales de hostelería y conciertos principales en la Aste Nagusia de la capital bilbaina. En 44 años nadie parece haberse dado cuenta de la presencia de tan molesto acompañante. Pero más vale tarde que nunca. Quizás no podamos conquistar los cielos, pero sí podemos aspirar a vivir con un poco menos de ruido en la tierra.

El acontecimiento no es baladí y hasta me consta que buena parte de la población ha recibido la noticia con verdadero alivio. Tras cuatro décadas de insomnio en la temporada festiva, o traslado forzoso de domicilio, algunos vecinos de las zonas más calientes, ambiental y acústicamente hablando, lo han celebrado. Ahora, esperan que no tengan que pasar otras cuatro décadas para que no se quede en una loable iniciativa sin más. El mérito de reconocer la contaminación acústica como contaminación no parece exagerado. Más en nuestro entorno, donde el estrépito forma parte no solo del paisaje sino del paisanaje.

La fuente principal del ruido en los ambientes urbanos sigue siendo el tráfico, que es el causante de más del 80% de la contaminación acústica que se registra en las ciudades del Estado. En el mundo urbano que nos rodea nadie vive a más de 100 metros de un motor o de un entorno donde el ruido provocado por los humanos no exista. Quizás por ello se ha convertido en nuestra segunda piel. Nos cuesta desprendernos de ella.

Amamos el ruido, nos reconforta. Lo extrañamos si desaparece, como en aquellos días insólitos de principio de la pandemia. Es como si el aturdimiento de decibelios echara un manto protector de solidaridad. Existen paisajes espléndidos en nuestra geografía que cientos de motoristas se esfuerzan en machacar haciendo que sus caballos de hierro brinquen con un ruido atroz que no les deja escuchar los sonidos de la naturaleza a la que, paradójicamente, han venido a visitar. El estruendo da al ignorante una sensación de poder. Es como si el más voceras fuera el más valiente. Con el silenciador puesto no somos nada.

He leído en diversos informes que la contaminación acústica es responsable de serias enfermedades en nuestra sociedad como el insomnio, la sordera o la neurosis. Según esos mismos informes se está extendiendo entre las generaciones más jóvenes a un ritmo vertiginoso. No encuentro nada extraño en ello. En las estadísticas ocupamos un lugar destacado entre las sociedades más ruidosas. Hemos oído a amigos y conocidos juzgar con desprecio la melancólica monotonía de algunos pueblos en el interior de nuestros vecinos franceses. “Están muertos”, suelen decir con cierto tono de superioridad. El silencio parece símbolo de aburrimiento. Quizás la reflexión también se lo parezca.

Dice un amigo mío, holandés, periodista y familiarizado con las distintas sensibilidades políticas de las Comunidades del Estado, que el ruido es uno de los vertebradores comunes de todo el territorio peninsular con excepción de Portugal. Da igual donde estés: catalanes, manchegos, aragoneses, murcianos o vascos nos entregamos al griterío como si no hubiese un mañana. Mi amigo pasa de los bares, porque el vocerío de los clientes, de los trabajadores del local y el de la televisión, todos al mismo tiempo, no le permite cuadrar una comunicación razonable, según él. Algo de razón tiene el hombre.

Escuchar música, por ejemplo, parece ser un placer relacionado proporcionalmente con el volumen al que se oye. Sin ir más lejos, hace unas semanas le pedí a mi vecino de asiento en el metro, un hombretón de unos cuarenta y pico años, que, por favor, bajase el tono de la música que estábamos escuchando a través de sus cascos. Me miró entre sorprendido y apenado. Pobre hombre, estará deprimido, debió pensar. Bajó un poco el tono, pero siguió perforándose los tímpanos. Se lo agradecí cordialmente, aunque seguimos tratando de desoír su machacona música el resto del viaje. A muchos ciudadanos y ciudadanas unas fiestas o un viaje en metro sin estruendo les parece lo mismo que una paella sin arroz o un marmitako sin bonito.

Pero, dicho todo esto, ha llegado la hora de tranquilizarles: el ruido más alborotador que hemos oído últimamente no venía de Bilbao, ni tan siquiera de Elantxobe, venía de Finlandia. Y es que a una chica joven y que, por cierto, es la primera ministra de aquel país, le han grabado bailando en una fiesta privada. Vaya escandalera que se ha montado. Eso sí que es ruido y no el de las barracas o las canciones del Fary en los autos de choque de la Aste Nagusia. El ruido va por países.