Entre las grandes calamidades que últimamente nos asaltan además del cambio climático, las diversas pandemias y las guerras cada vez con mayor capacidad destructora gracias a la tecnología, hay una nueva que se extiende con rapidez de crucero: la idiocia. De hecho, esta última puede ser la más peligrosa y fija el cordón umbilical de todas las anteriormente mencionadas.

Quizás si pongo un ejemplo se entienda mejor. El caso es que hace unos días, un sujeto que dice ser influencer, es decir, influyente, aunque en inglés parece que le da más tono, acudió a una taberna de Vigo y anunció que él comía gratis ante la estupefacción de los presentes, incluidos camareros y camareras que ya se veían pagando la consumición del bocachanclas a escote. A pesar de ser influencer, el hombre no parecía conocer el mandato bíblico de “ganarás el pan con el sudor de tu frente”. En este caso habría que sustituir el humilde pan por empanadillas, que es lo que el sujeto con influencias estaba a punto de papear.

No hay duda de que la empanadilla le gustó. Lo que no le agradó tanto fue cuando le llegó la cuenta de dos y pico euros. Al tipo le pareció una grosería que se atreviesen a cobrarle a él, un influencer que, por si fuera poco, estaba transmitiendo en directo las bondades de la empanadilla. Y es que deglución y comunicación se realizaban al mismo tiempo. Las capacidades de este individuo estaban fuera de toda duda. Pero la trepidante aventura estaba lejos de finalizar todavía.

La fea insistencia de la camarera por cobrarle hizo que el individuo amenazase con pasar una factura al establecimiento, eso sí, a través de su empresa, de 2.500 euros. No él, sino su empresa, recalcó con solemnidad. Me imagino que sería una baja estimación de los servicios prestados por el influyente a través de sus redes sociales. Servicio que, por otra parte, nunca se había solicitado. Todo esto sin conocer un momento de rubor, zozobra o duda. El influyente tomó finalmente las de Villadiego, pero con el rencor anidado a su móvil.

El caso es que, animados por las críticas del “empanadillado” y enfurecidos por la actitud del restaurante hacia su ídolo, más de una docena de gentes sin desasnar han escrito en las redes sobre el restaurante para ponerlo a caldo. Que si se habían encontrado un pelo en la empanadilla, que si había restos de estropajo en uno de los platos, que si los cubiertos no estaban limpios, en fin toda una serie de sutilezas propias de necios y atolondrados que ni siquiera saben dónde está Vigo, o no han pasado nunca por el restaurante, pero que sí están dispuestos a arruinar a unos trabajadores que con su esfuerzo diario sacan adelante el negocio que han llevado durante cinco décadas.

No puedo evitar la sensación de que el mundo real se está mudando a uno imaginario en el que estos primadonnas de pacotilla nos venden una mercancía averiada que solo interesa a ellos. Que lo hagan además con displicencia y soberbia, como es el caso de este tipo, no deja en buen lugar a los demás. Es difícil pasar por el aro con tanto adocenamiento. No cabe duda de que el mundo es cada vez más complejo, por eso, precisamente, es necesario poner límites para que alguien, influencer o no, no pueda echar por la borda el trabajo de toda una vida por mero capricho.

A mí, particularmente, después de haber oído la información, me han entrado unas enormes ganas de ir a Vigo a tomarme unas empanadillas en el A Tapa do Barril, que es el nombre del restaurante. No sé si el producto será bueno, aunque parece ser que sí. De lo qué no tengo la menor duda es que el lugar es de fuste. Tener un personal capaz de poner freno a los caprichos arbitrarios de un influencer y su cohorte puede ser tan meritorio como cocinar unas magníficas empanadillas. l