arren Buffett, “oráculo de Omaha”, legendario líder de uno de los mayores fondos privados de inversiones ha celebrado su encuentro anual (presencial tras el paréntesis de la pandemia), seguido por miles de accionistas incondicionales que confían sus ahorros, inversiones y futuro al conocimiento, visión y estilo de liderazgo y dirección que tan buenos resultados ha generado a lo largo de los años, convirtiendo sus recomendaciones en pautas maestras para la industria financiera. Año a año, su credibilidad, la admiración y confianza en sus decisiones, se ven renovadas y reforzadas por el apoyo de quienes se muestran satisfechos con sus resultados. Simultáneamente, a lo largo de los Estados Unidos, con especial foco en Wall Street, cientos o miles de Juntas de Accionistas valoran a sus primeros ejecutivos, aprueban sus resultados y respaldan sus retribuciones alineadas con “el valor generado” y muestran su satisfacción ante potenciales alternativas que pudieran poner en crisis el camino recorrido. Sus estilos de dirección, sus medidas y planes aplicados (las más de las veces sin un control previo expreso) parecen aceptarse. (En Estados Unidos las retribuciones de estos ejecutivos principales suponen 350 veces el salario medio del trabajador de sus empresas). El sistema parecería funcionar: una buena y eficiente dirección, un apoyo más que suficiente y un espaldarazo a su estilo y modelos de dirección. Los resultados parecerían reconocer y premiar a los “líderes estrella”. Sin embargo, en determinados momentos, eventos no previstos ponen en duda la buena marcha de lo realizado y de sus actores. Llega un momento en el que alguien observa (y decide) que el “liderazgo estrella” en realidad es “oportunista” y que sus resultados se explican más por la suerte o por decisiones y consecuencias externas, que por la capacidad y buen hacer de quien parecía tener el control. Esta semana, Marianne Bertrand, profesora de la Universidad de Chicago y destacada pensadora en el mundo del crecimiento inclusivo y la economía laboral, vuelve a la carga sobre este asunto, con un amplio número de situaciones que explicarían el éxito de determinadas empresas (petroleros, bancos de inversión, ...) no por lo bien o mal que lo han hecho internamente, sino por las decisiones externas. Vieja constatación, por demás, extendida a lo largo del mundo y en todo tipo de actividad, pública o privada, vinculada a la gobernanza y toma de decisiones. Esta percepción se viene extendiendo en empresas relevantes en las que grupos de accionistas “financieros” promueven movimientos sindicados para cuestionar las líneas directivas vigentes. Resulta evidente que ni existe un modelo o estilo único de dirección, ni el éxito logrado garantiza su permanencia futura. ¿Qué es lo que termina explicando una cuenta de resultados, un resultado electoral, la viabilidad y confianza de un gobierno?

En un mundo diferente, en el ámbito público oficial y de gobierno, los estilos, modelos de dirección y sistemas de participación y control, también observamos tiempos, modos y actitudes similares. Si la semana pasada la explosión pública del caso Pegasus o Catalangate parecía minimizarse por los principales medios de comunicación y expertos de opinión dado su impacto colateral en la tramitación del Decreto Ley para la reactivación y recuperación económica del gobierno español, hoy, pocos días más tarde no solamente cobra especial atención y preocupación, sino que enciende graves alarmas en torno, sobre todo, al presidente del gobierno, Pedro Sánchez, y su modelo de liderazgo y dirección política y de gobierno.

La denuncia de un gravísimo caso de espionaje a un centenar de catalanistas o independentistas no solo pareció preocupar al presidente Sánchez, su Gobierno o Ministra de Defensa y responsable del Centro Nacional de Inteligencia español, sino que los llevó a movilizar a la opinión pública y medios afines, especialmente, para cuestionar la veracidad de la información, ridiculizar la alarma e importancia generadas y, sobre todo, retomar un ya viejo, cansino y preocupante mensaje en torno a una supuesta distribución entre quienes afirman de manera recurrente que “lo que importa han de ser las cosas del comer, el bienestar” y no los “asuntos ideológicos o esenciales de la política que solamente interesan a los políticos y no a los ciudadanos”. Se demonizó a aquellos partidos políticos o diputados que no estaban dispuestos a aprobar un decreto del que no habían sido informados y no lo habían negociado, se destacaban todo beneficios desde una propaganda mediática transmitiendo perlas escasamente analizadas, cuando aún se desconocía su contenido pleno y, por supuesto, su redacción final. Se culpabilizó a quienes no estaban dispuestos, una vez más, a considerar un modo de gobierno unipersonal, autoritario y displicente con quienes le permiten gobernar en minoría. El estilo Sánchez (calificado esta semana por una encuesta de un medio afín como Prisa-Ser como egoísta y autoritario por el 38% de los encuestados) se veía, una vez más, cuestionado. El presidente y su Gobierno minoritario han aprobado en poco más de media legislatura 36 Decretos Ley, la mayoría de forma unilateral y apresurada, limitando su tramitación al refrendo por “lectura única”. El argumento es siempre el mismo: “Es razonable, responde al sentido común, no es patriótico oponerse, beneficia a los más vulnerables... y, finalmente, si no me apoyan, vendrá la ultraderecha por lo que ustedes y el país saldrán perdiendo”.

Esta actitud y discurso ha venido acompañado, desde el inicio, con “promesas de acuerdos” que rara vez se han cumplido y que “son renegociados periódicamente” cuando se vuelve a necesitar el voto de sus “socios preferentes o compañeros de viaje” contra esa derecha que “sería peor para todos”. Sin embargo, cuando “los intereses de Estado” son el bien supremo o excusa de connivencia, no duda en pactar con esa derecha que hostiga. Es el caso de este episodio del espionaje para evitar cualquier mínima transparencia o información.

Pero, en estos momentos, “las cosas de la política” preocupan a todos y el llamado caso Pegasus resulta de gravedad extrema. No solamente son “unos dirigentes o simpatizantes independentistas catalanes o vascos los espiados”, o el propio presidente del Gobierno. No es solo la sensación (más que justificada) de evidente interferencia de “gobiernos externos” condicionando políticas de Estado, no es ya nuestra intimidad personal vigilada por cualquiera, sino el claro cuestionamiento de un presidente y su gobierno que han mostrado la ineficiencia y perversidad de su modelo. El propio gobierno español ha hecho público que su presidente y ministros habían sido objeto de intervención en sus teléfonos hacía un año, por un “elemento externo”. Ahora lo hacían público y pedían el máximo apoyo de todos evitando preguntas, especulaciones, investigaciones o “posiciones partidistas”. Se trataría de un grave “asunto de Estado”, por lo que se recurre al mismo silogismo de siempre: “O conmigo o el caos”. Más allá de coyunturas e impacto en un gobierno concreto, el hecho prueba la fragilidad de la democracia y la perversidad de decisiones e instrumentos que, en principio y en su momento, pudieran concebirse con atenciones positivas. ¿No parecería razonable dotarse de instrumentos de inteligencia e información para anticipar riesgos o intervenciones antidemocráticas, por ejemplo? Ahora bien, ¿quién y cómo los controlan? ¿Mantienen su propósito y alcance?

Tanto apelar a conmigo, incondicionalmente, o vendrá el demonio, lleva a la gente a preguntarse si en verdad el diablo existe y si será tan “malo” como lo pintan. Para muchos es el momento de mostrar el hastío por tanto desprecio democrático, por la falta de diálogo y compromiso, por políticas reales y no propaganda, por un gobierno y no una “coalición minoritaria que no transmite sensación de visión compartida, ni de unicidad de mando”. Cuando observamos, a lo largo del mundo (Macron es un ejemplo cercano) que el individualismo se impone a los partidos, configura modelos unipersonales, genera liderazgos mediáticos, “compra” servicio y seguidismo por su control del presupuesto político y los aparatos del Estado y básicamente ofrece contraponerse al miedo de lo que pudiera venir, lejos de proponer y aplicar programas y políticas propias y diferenciadas, termina profundizando en la desafección, el descontento, la insatisfacción, el malestar con el personaje. No basta hablar todo el día de la “ultraderecha” amenazante. Pegasus y su pésima gestión por parte del Gobierno Sánchez tiene todos los ingredientes para suponer un verdadero punto de inflexión en su modelo unipersonal de gobernanza. Parecería que supone la convergencia de la pérdida de autoridad asumida con base en el temor a una alternativa desconocida, un claro toque de atención al abuso de poder propagandístico y mediático, además de presupuestario. Es un momento de claro agotamiento y cansancio de los verdaderos apoyos con los que ha contado, ha despreciado y olvidado. Llega el momento de preguntarse por qué se debe dar un cheque en blanco a determinados decretos de 170 páginas, entregados a sus ministros para su firma en un Consejo de Gobierno sin tiempo suficiente para, al menos, “una lectura en diagonal”. Algunas medidas (ya en vigor) de relativo apoyo anticrisis, leyes de más de 70 años derogadas, y múltiples medidas ajenas al contenido y orientación del Decreto, utilizado como un vehículo ómnibus (en el que cabe de todo en cualquier dirección) y, por supuesto, sin una Memoria Económica que lo haga viable (máxime con un cuadro macroeconómico totalmente desactualizado). Sin duda, debilidad democrática, escasa calidad de gestión y procesos normativos y directivos.

¿El ocaso de un gobierno o de un estilo de gobernanza? O, por el contrario, ¿un salto adelante, uno más, en una larga cadena de aparente avance y éxito gracias a la suerte y a la temida alternativa de la incertidumbre y lo desconocido? l