Síguenos en redes sociales:

De la venganza a la justicia

Uno de los síntomas de que una sociedad pasa de la barbarie a la civilización, de un estado primitivo a otro más desarrollado conforme a lo que entendemos que constituye la naturaleza humana, es sustituir la práctica de la venganza por la aspiración a impartir justicia. En las sociedades más primitivas, a falta de otra forma de defensa propia, se ejerce la venganza privada, sea de forma individual o en forma colectiva, por el clan o la tribu. Si me haces daño, yo te hago daño. Las primeras civilizaciones que tratan de remediar el estado de violencia permanente que produce el uso de la venganza (todo el mundo siempre tiene agravios pendientes de vengar) ponen un primer límite, la proporcionalidad en la respuesta, la famosa ley del Talión, ojo por ojo y diente por diente, pero no más. Un segundo paso civilizatorio es que los ofendidos no pueden ejercer la venganza unilateralmente, siendo a la vez jueces y ejecutores, sino que debe haber una autoridad imparcial que juzgue y, en su caso, autorice a las víctimas el ejercicio de la venganza privada (todavía de vez en cuando leemos noticias del presente en que, por ejemplo, en lugares remotos de Asia un consejo tribal sentencia que una adolescente sea violada porque su hermano había abusado sexualmente de otra menor).

Pero en las sociedades modernas que consideramos plenamente civilizadas y que se rigen por el respeto de los derechos fundamentales inherentes a la condición de los seres humanos, hemos rechazado la práctica de la venganza. Entendemos que causar un daño no repara otro daño previamente causado, que no se trata tanto de que los culpables reciban un castigo severo como de que, en la medida de lo posible, los daños sean reparados, que se prevenga la comisión de futuros delitos y que sea corregida la conducta del infractor. Se abandonan los castigos crueles (pena de muerte, cadena perpetua, mutilación, tortura) incluso para reaccionar frente a delitos muy crueles. Se entiende que no se trata de ejercer la venganza sino de impartir justicia y, por ello, se prevé que cualquier persona acusada de un delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad conforme a la ley y en juicio público, ante una autoridad independiente e imparcial, en el que se le hayan asegurado todas las garantías necesarias para su defensa, y que las penas que se impongan sean adecuadas y proporcionadas.

En un sistema de justicia penal moderno el papel de las víctimas se limita a tener derecho a pedir una reparación de los daños sufridos, una reparación íntegra y adecuada, y a exigir que se aplique la ley. Pero, desde luego, no a determinar el castigo a imponer a los culpables ni, mucho menos, a ejecutarlo. Hemos convenido que la aplicación objetiva e imparcial de la justicia es incompatible con que los perjudicados o interesados directos tengan cualquier intervención decisoria en ella. Una víctima no puede ser juez, porque es parte. Un juez afectado personalmente por el objeto de un proceso tiene obligación de abstenerse de participar en él y, si no se abstiene puede ser apartado forzosamente. Pero lo mismo sucede con los policías que lleven a cabo la investigación, los peritos que informen o el fiscal que acuse. Por supuesto, cuando interviene el tribunal del jurado funcionan también esos motivos de abstención. Una víctima no puede ser jurado. Una víctima únicamente puede pedir justicia compareciendo como acusación particular, pero le está vedada cualquier intervención decisoria.

En flagrante contradicción con estos principios, nos encontramos con el hecho cada vez más frecuente de que, desde el ámbito de la política o de los medios de comunicación, se apele a la intervención directa de las víctimas para que tomen un papel protagonista. El poder decisor, del que constitucional y legalmente les hemos privado en una sala de justicia, se les quiere conceder fuera de ella. No basta con darles voz, con compadecerles, con entender su sufrimiento, con disculpar sus explosiones emocionales, con exigir que se repare en lo posible su daño. No, parece que ha de ser la opinión de las víctimas directas, da igual de qué tipo de delitos, la determinante para modificar leyes, tipificar delitos, aumentar penas, dictar sentencias, ordenar prisión. Y todo ello mejor en caliente, sin la distancia temporal y la calma que suele considerarse necesarias para juzgar con objetividad y acierto. Parece que hoy se vuelve a considerar que la justicia no ha de ser sino una venganza privada, eso sí, organizada por el Estado, pero en el que éste únicamente pone los cauces formales para que sean las víctimas, normalmente las más exaltadas, las que decidan o las que se empleen como criterio de evaluación de las decisiones.

De ahí que se haya subrayado tanto, como singular y excepcional, la actitud de Patricia Ramírez, la madre del asesinado niño Gabriel Cruz, pidiendo que los mensajes de amor no se transformen en rabia. Actitud que le honra, pero que revela lo anómalo de nuestro comportamiento colectivo. Una víctima, a quien le sería disculpable un comportamiento emotivo e irracional, poniendo calma y cordura ante la tragedia; y un entorno social, político, mediático, en el cual sería deseable un juicio desapasionado y objetivo, que clama por la vía de la venganza, aunque solo sea defendiendo el agravamiento de las penas (una medida perfectamente irracional, los países con penas más graves no suelen ser los que con más eficacia combaten los crímenes, más bien al contrario). El mundo al revés, o el mundo hacia atrás.