Es muy sencillo clasificar a las personas entre buenas y malas. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Una misma persona puede ser buena en un contexto y mala en otro. Por ejemplo, un compañero de trabajo puede tener un carácter que nos desespera en el mismo, y una vez fuera se pueden compartir unas buenas vacaciones con él. Para aquéllos que trabajan con él será una mala persona y al revés, para los que se van de vacaciones con él (en caso contrario no serían personas razonables, ¿no?) será una buena persona.

Hijos, parejas, padres, amigos, familiares, nosotros mismos: todos actuamos de forma diferente según el contexto en el que nos encontremos. Si nos sentimos disgustados por algo, estamos susceptibles. Si un amigo nos dice algo que no nos gusta, nos aguantamos: perder los estribos puede quebrar una parte de la amistad. Si llegamos a casa y nos dicen algo que no nos gusta es más fácil saltar: se considera la familia más segura (quizás no sea así y por eso cada vez haya una desestructuración mayor, pero eso es materia para otro debate).

Todos estos aspectos forman parte de nuestra identidad, y bueno es mirarlos y reformularlos al estilo de la sabiduría antigua: conócete a ti mismo.

No obstante, ha nacido una identidad nueva. Una identidad que además se puede desdoblar de varias formas distintas. Bienvenidos a la época de la identidad digital.

Hay muchas posibilidades: un encantador padre de familia puede tener múltiples identidades, ya que los escenarios son múltiples. Desde webs de citas, chats sociales y páginas poco adecuadas hasta webs de espiritualidad o de apoyo a personas que se encuentran o se sienten solas (o ambas a la vez). Tenemos mundos virtuales para dar y regalar. Por supuesto, se puede dar el escenario contrario: una persona sin escrúpulos en el mundo laboral puede buscar mejorar el mundo por otras vías. Un matrimonio aburrido puede buscar opciones en el océano cósmico formado por la red. Hay más de lo que nos imaginamos.

Incluso existen muchos nombres que son perfiles falsos; hombres que se hacen pasar por mujeres y viceversa. Incluso muchas personas muestran aspectos que dejarían alucinados a sus allegados (pero no sorprenderían de ninguna forma a los algoritmos que nos ayudan por la web: las pruebas de que nos conocen a nosotros mejor que nosotros mismos son abrumadoras).

Además, la identidad digital no sólo se circunscribe a la red. También existe en aspectos tan sencillos como los grupos de Whatsapp. Un adorable niño puede sufrir un acoso horroroso en su grupo de amigos o dedicarse a maltratar a otras personas. Incluso se dan aspectos que son completamente novedosos, una persona tenía en su estado escrito “Fulanito es un estafador”. Con nombre y apellidos. ¿Cómo debe actuar un juez ante un caso así? En lo que nos ocupa, se trata de un ataque al honor. Como tal, tiene su castigo. Más: hoy en día es arriesgado mandar fotos delicadas o verter opiniones delicadas al comunicarnos vía mensaje. La razón es muy sencilla: quedan pruebas. Por esa razón, las personas mentimos más hablando que escribiendo. En el primer caso siempre podemos argumentar que el interlocutor nos entendió mal o aquello tan usado de que “me has malinterpretado”. En el segundo, digamos que lo escrito, escrito está. Así que cuidado: hoy en día un mensaje enviado en confianza se puede volver en nuestra contra.

¿Cómo saber el tipo de identidad que tiene una persona? Es algo difícil y complejo. La conclusión es muy sencilla, todos tenemos varias. Además, el mundo digital complica todavía más el asunto. Se pueden hacer cosas ilegales, dejar pistas que se pueden volver en nuestra contra, no saber dónde nos encontramos. Eso puede generar, desde luego, problemas de socialización. Y peor aún: vivir en un mundo digital nos hace estar menos concentrados en la vida real y conlleva un desarrollo personal más bajo. Más: vivir en estos mundos crea adicción. En este caso, una adicción muy fuerte.

Hay más identidades, en especial aquellas asociadas a aspectos intersubjetivos (esto es: aquellos que están en las mentes de las personas). Por ejemplo, la identidad ser navarro, vasco o español, ser cristiano o musulmán, ser de izquierdas o de derechas. ¿En qué consiste?

Si le preguntamos a un japonés por estas identidades nos verá en el mismo saco: somos, simplemente, europeos. La identidad religiosa también tiene su aquel: no es lo mismo un católico, un protestante o un ortodoxo; no es el mismo un suní que un chií, no es lo mismo ser de Podemos que ser del PSOE. Estas identidades van creando cada vez áreas más pequeñas, más pequeñas hasta llegar a lo más importante: nosotros mismos.

Tenía razón el filósofo que cuando le paró la Policía y le preguntó quién era dijo: “Eso quisiera yo saber”.