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Tres hitos en la lucha antimicrobiana: Semmelweis, Ehrlich y Fleming

Tres hitos en la lucha antimicrobiana: Semmelweis, Ehrlich y Fleming

La UNESCO ha destacado para este año 2015 dos aniversarios dignos de recuerdo en el campo de la medicina: el del húngaro Ignacio Felipe Semmelweis (1818-1865), en el 150 aniversario de su muerte, creador del concepto de antisepsia y de la etiología de la fiebre puerperal; y el del polaco-alemán, Paul Ehrlich (1854-1915), en el centenario de su muerte, padre de la quimioterapia, inmunólogo, farmacólogo y Premio Nobel de Medicina en 1908.

añado yo al médico y bacteriólogo escocés Alexander Fleming (1881-1955), a los 60 años de su muerte y 70 del descubrimiento de la penicilina y Premio Nobel de Medicina en 1945.

El término microbio fue creado por Sédillot en 1877. Por esas fechas, Luis Pasteur y Roberto Koch dieron certero impulso a la bacteriología, base de la nueva doctrina etiopatógenica de la enfermedad, las enfermedades infecto-contagiosas, las vacunas, en definitiva, la permanente lucha entre los microbios, los gérmenes y el ser humano. Si bien hasta ese momento no se había identificado con claridad la especificidad de que cada germen, es agente causal de una determinada dolencia infecciosa, desde los más remotos tiempos históricos había conciencia de que los llamados “miasmas” eran causa de las terribles epidemias y pandemias que asolaron las civilizaciones. Se puede explicar la historia de la humanidad siguiendo el curso de las famosas pestes (epidemias de tifus exantemático, viruela, peste bubónica), que decidieron batallas en la Antigüedad Clásica, la caída del Imperio Romano de Occidente, la peste negra de 1348, que tan bien describe Bocaccio en su Decamerón y que asoló Europa con 25 millones de muertos y hasta el desastre de la Armada Invencible, la Spanisch Armada, que dicen los ingleses, en el siglo XVI cuando la impresionante flota de Felipe II sale de Lisboa “tocada” porque los marineros y la tripulación está enferma de algún proceso infeccioso, sin olvidar la sífilis o el sudor ánglico. Ya en el mundo moderno recordamos las viruelas del siglo XVIII, las oleadas del cólera del siglo XIX, la endemia tuberculosa, la gripe de 1918, el azote del sida del siglo XX, la gripe A y las infecciones nosocomiales, hospitalarias, que traen de cabeza a los expertos de hoy y produce miedo en la población que accede al hospital.

Lucha feroz, constante, al acecho, entre esos gérmenes que hemos vencido, a veces, pero que se renuevan, resisten, cambian y muchas veces nos liquidan. En esa batalla hay tres nombres a recordar, como decía al principio. Tres destinos históricos distintos.

El húngaro Semmelweis es hoy una gloria nacional en su país natal, pero su vida fue una tragedia cruel y despiadada. Hoy se le venera como el creador de la antisepsia moderna, el médico que luchó por investigar la fiebre puerperal que producía la muerte de tantas mujeres en el parto, sobre todo de las pobres que tenían que dar a luz en los hospitales públicos de aquella Viena del siglo XIX, en donde ejercía. Y acertó al descubrir el origen de aquella infección: no pudo aislar el germen, aún no había llegado la hora, pero se desvivió por recomendar el lavado de las manos de todos aquellos que accedían a explorar a aquellas parturientas. Ese sencillo gesto, tan útil y beneficioso, ayer como hoy, y la instalación de lavabos a la cabecera de los enfermos, salvaría muchas vidas. En su momento el mundo médico oficial y académico le despreció, le trató de loco y así murió, pobre y abandonado, el 13 de agosto de hace 150 años. Céline le dedicó su tesis doctoral en 1924, y en ella cuenta su vida y su obra. La escritora mexicana Magdalena Fresán, en 1996, relata su triste historia en su obra El perdedor iluminado, título que lo dice todo, y en 1949 la novela The cry and the covenant, de Morton Thompson, está basada en su vida.

Muy distinta fue la gloria del gran científico alemán Paul Ehrlich, cuyo centenario de su muerte se cumplió el 20 de agosto. Su venerada efigie figuraba en los billetes de 200 marcos alemanes y ostentaba el Premio Nobel de Medicina, logrado en 1908 y compartido con el bacteriólogo ruso Mechnikov. Su labor es un jalón más, decisivo en la lucha contra las infecciones, que ya se conocen mejor gracias a Pasteur y Koch.

El pobre Semmelweis lo intuía y quiso introducir la antisepsia. Ehlich, con todos los medios a su alcance, desde Berlín, inició la inmunología, la tinción histológica, impulsó la hematología, demostró la barrera hematoencefálica y aportó el descubrimiento de la bala mágica, el 606 o salvarsán, el arsénico que salvó, para el tratamiento de la sífilis y de la fiebre recurrente, más tarde el neosalvarsán, o Ehrlich 914 , una modificación más eficaz del anterior. Se trata de los primeros compuestos sintéticos para curar infecciones causadas por bacterias y protozoos.

El tercer eslabón en esta lucha lo representa Fleming, quizá la figura médica más conocida por la sociedad asociada al descubrimiento de la penicilina. Este médico escocés, callado, riguroso, cabal, tímido, claro, rotundo, tranquilo, honesto, de estatura pequeña, algo que le mortificaba, pero grande en su ciencia y constancia, pasa por ser uno de los mayores científicos de la historia. En el laboratorio de su maestro Wright, en el Saint Mary’s Hospital de Londres, conoció a Ehrlich “aquel sabio de gafas redondas de concha, ojos brillantes, voz estentórea y alegre”, que buscaba su bala mágica. Fleming trabajaba en la suya hasta que aisló la penicilina. Mucho se ha escrito de su descubrimiento, si realmente fue suyo, o el de todo el equipo. La gloria recayó en él. Su nombre se ha inmortalizado y, tras el Premio Nobel de 1945, se paseó por Europa siendo recibido por todos los jefes de Estado y celebridades médicas. En España, por Marañón. Pasó también por Euskadi. Entre los recuerdos materiales que han quedado destaca la obra de Chillida, la escultura (1990) que hoy luce en el Paseo de La Concha, en el emblemático balcón del bicentenario de la ciudad. Chillida admiraba a Fleming y por eso le dedicó ese recuerdo, según me confesó su hijo Luis mientras tomábamos un café y recordábamos a su madre, Pilar Belzunce, el gran apoyo de Eduardo. Hubo dos esculturas, una, la primera, de 1955, que colocada en la zona de Jai Alai, en un parquecito detrás de una gasolinera, desapareció tras una remodelación del lugar. Chillida hizo una réplica a petición del alcalde Odón Elorza, ya que no se encontraba la primitiva. Se inauguró en su actual ubicación en La Concha y una persona que vio las fotografías del acto en la prensa del día siguiente llamó a Eduardo Chillida para decirle que guardaba aquella obra en su caserío y que la había rescatado de una escombrera sin saber qué era. Solo le pareció una piedra algo especial y un poco pulida. Hoy se conserva en Chillida Leku.

Una recomendación final, de las biografías sobre Fleming. Me permito destacar la de André Maurois, publicada a los cuatro años de su muerte, en 1959, y que Lady Fleming, su viuda, pidió al gran académico y ministro francés que la escribiera ofreciéndolo todo su archivo y documentación.

En su momento, el mundo médico oficial y académico despreció y trató de loco a Semmelweis, que murió pobre y abandonado hace 150 años

Fleming, quizá la figura médica más conocida por la sociedad, era riguroso y constante, y uno de los mayores científicos de la historia