A pesar de la certeza histórica, Turquía se niega aún a admitir el oprobio de una de sus páginas más negras, que causó entre 700.000 y un millón de víctimas.
destrucción de tantos pueblos nos ha servido de lección o más bien de intrascendente histórica moral porque no hemos sabido detener la siguiente. Odios, actitudes sanguinarias, prejuicios, desprecio, inhumanidad, todo eso se ha ido sumando a lo largo de los siglos hasta convertirse en auténticas y atroces políticas de genocidio. Siempre se ha hablado de la época en la que los pueblos bárbaros arrasaban el imperio romano, de la brutal Edad Media pero? en el siglo XX se sucedieron las mayores carnicerías de la Humanidad y, lo peor de todo, es que todavía no estamos nada convencidos de que no puedan repetirse. En 1915 se inauguró este terrible periodo. La Gran Guerra sacó a relucir, una vez más, lo peor del ser humano, dándose en Turquía el despiadado empeño de destruir al pueblo armenio.
El Gobierno turco, liderado por el movimiento Jóvenes Turcos, emprendió una persecución implacable de aquellas minorías (griegos, armenios y judíos) que hasta entonces se habían integrado pacíficamente en el interior de sus fronteras. Hasta esa fecha, el imperio otomano las había cobijado, de forma tolerante. En concreto. a los armenios los tildada de “nación leal” (Millet-i Sad?ka). Sin embargo, desde Estambul, Armenia se veía como un problema, produciéndose las primeras matanzas a finales del siglo XIX (1894-1897), impulsadas por el sultán Abdul Hamid II. En la localidad de Urfa, por ejemplo, incendiaron la catedral armenia con 3.000 civiles dentro. Y se sucedieron otras en 1909, matanza de Adana (entre 15.000 y 30.000 fueron asesinados), que iban a preparar el terreno, infaustamente, para la más letal de todas. Muy pronto, las presuntas ínfulas modernizadoras y regeneradoras de la decadencia del país, como los nazis unas décadas después, aderezadas por unas dosis de marcado nacionalismo, propugnadas por los Jóvenes Turcos adquirieron unas connotaciones racistas y militaristas, buscando la homogeneización y pureza del imperio. Armenios, griegos y asirios fueron sus objetivos. La entrada en la guerra, a favor de las potencias centrales (Alemania y Austro-Hungría), permitió acometer una serie de medidas.
El 24 de abril de 1915 comenzó esta tragedia, se deportó y asesinó a la mayoría de los notables armenios de la otrora capital turca (600). Aprovechando este vacío de poder, se comenzó un proceso de aniquilamiento y expulsión forzada y brutal de los armenios de Anatolia -niños, ancianos y mujeres- en condiciones atroces, la mayoría hacia la ciudad siria de Dayr az Zawr y su desierto circundante. Sin ninguna protección ni garantías, los indefensos armenios fueron víctimas de atroces actitudes. En otros casos, como en Van, se quiso forzar a la población armenia a rebelarse para así justificar las matanzas. Varios políticos, escritores y militares dejaron testimonio de las matanzas cometidas por el ejército otomano (se estima entre los 600.000 y más del millón de asesinados). La comunidad internacional, Inglaterra, Francia y Rusia, advirtieron a Turquía, un mes más tarde, del castigo que iban a sufrir por tal barbarie. Sin embargo, nada sucedió. La justicia turca condenó en ausencia a los responsables como Enver, Talât, Çemal y Nazim Bey, pero ninguno de ellos acabó en prisión. El problema reside en la negativa del Estado turco en reconocer que se produjo un genocidio, por lo que las relaciones entre Armenia y Turquía están estancadas. Y la Sociedad Turca de Historia, en cambio, pone el acento en el medio millón de turcos asesinados por los armenios como si, en este sentido, eso pudiera justificar los crímenes cometidos contra la población civil armenia. Otras voces, como ya sucedió con el Holocausto judío, niegan que tuviera lugar, si bien, el consenso entre los historiadores occidentales reconoce su existencia.
En Francia, se aprobó, en 2012, un ley en la que propugnaba penas de cárcel para quien negase la existencia de los genocidios (judío y armenio entre otros). El debate prosigue en el seno de la sociedad turca, ya que algunos intelectuales, como el nobel de literatura Orhan Pamuk o el periodista Hrant Dink (que fue asesinado), estiman que la democracia turca ha de aceptar la responsabilidad histórica por mucho que le cueste. Aquellos que abogan por este reconocimiento son menospreciados o insultados. De hecho, muy recientemente, el presidente turco Erdogan ha sido condenado a pagar una indemnización al artista Mehmed Aksoy, por calificar la obra que erigió, en enero de 2011, para buscar la conciliación de ambos países, en la localidad de Kars, de “monstruosidad”. Aksoy la había puesto el nombre de “Monumento a la Humanidad” y era una obra de cemento de 35 metros de altura que representaba a dos figuras que se acercaban con la mano abierta como símbolo de tolerancia y de respeto.
Sin embargo, Kars, antigua ciudad armenia, hoy turca, se vio forzada a desmantelarla, unos meses más tarde, en junio de 2011, porque el Gobierno no estaba dispuesto a reconocer dicha masacre. Desgraciadamente, a pesar de todo el tiempo transcurrido, de la labor que han desarrollado los historiadores por desvelar las claves de lo sucedido, Turquía se niega a aceptar el oprobio de una página negra que no considera como parte de su tradición cultural ni histórica. Pero los hechos están todo lo claros que pueden establecerse en el marco de un proceso asesino en el que los perpetradores no suelen dejar un testimonio o confesión evidente sobre el objetivo de sus brutalidades. Los nazis lo denominaron eufemísticamente “solución final”, en cambio, los dirigentes turcos prefiero considerarlo como una “rebelión” aún cuando se actuó de una forma despiadada e inhumana.
Aceptar un hecho así es esencial para que Turquía suture tal oprobio con los armenios sino para que acierte a valorar la importancia que cobra la humanidad y la dignidad en todo esto.