La diferencia entre los terroristas y las sociedades democráticas reside, entre otras cosas, en la aceptación y reconocimiento de una serie de reglas y valores, del sentido humanista que damos a la libertad, que no puede ser defendida a cualquier precio porque, de otro modo, acabaría perdiendo su significado más profundo: la garantía de la dignidad. La trascendencia de un hecho como la Segunda Guerra Mundial se fija, precisamente, en haber podido acabar con los horrores del nazismo, de impedir que se pueda destruir una sociedad con impunidad y de demoler la conciencia a base de horrores y sufrimiento. Pero un reciente informe presentado ante el Senado de los Estados Unidos nos revela algo ampliamente conocido: la utilización por parte de la CIA de métodos generalizados de tortura tras el 11-S. Según los republicanos hay que entender los tiempos que se vivían. Ahora bien, aunque el informe ha puesto negro sobre blanco la realidad, el presidente Obama ha respondido que “ninguna nación es perfecta” y que lo que hace grande a Estados Unidos es su capacidad de enfrentarse a su pasado y poder cambiar. Sin embargo, esto no es más que una cortina de humo que intenta, precisamente, lo contrario: impedir que la guerra contra el terrorismo no se convierta en un gran oprobio nacional.
El documento pormenoriza las sádicas torturas que se infligieron a los detenidos, lo que se conocía en los círculos oficiales eufemísticamente como “interrogatorios reforzados” y que, incluso, se mantuvieron ocultas tanto al entonces presidente Bush como al Senado. Con la llegada de Obama a la Casa Blanca, en 2009, se puso fin a tales acciones. De momento, solo una parte del grueso documento ha sido desclasificado. Los republicanos, en vez de valorarlo éticamente, han advertido que los resultados del mismo pueden llevar a que se produzca una ola de represalias contra los intereses norteamericanos en el mundo. Como si pensaran que este secreto a voces no ha llegado a los radicales que ya de por sí y por diversos motivos odian a Occidente. Para el que fuera el vicepresidente en el mandato de Bush, Dick Cheney, los hombres y mujeres que cometieron los actos descritos merecen una condecoración por la labor que hicieron aunque tuvieran que combatir el terrorismo desde el “lado oscuro”, sin aludir implícitamente al término tortura.
Para hurgar más en la herida, la presidenta del Comité de Inteligencia que ha dado luz a la investigación, Dianne Feinstein, concluía que tampoco las torturas dieron lugar a información valiosa ni para encontrar a Bin Laden ni para una eficaz lucha contra el terrorismo en general. Si bien, a esto sí, el actual director de la CIA, John Brennan, ha respondido que se consiguió abortar otros ataques homicidas.
Lamentablemente, a pesar de que el informe ha hecho tambalear a la sociedad americana, ningún agente de la CIA ha sido, ni será, procesado por estos hechos. Nada hay para justificar las torturas. La necesidad de acabar con Bin Laden y Al Qaeda se vertebró con los viejos métodos del far west y no con los propios de una sociedad democrática plena. Pero, aún así, es bueno saberlo. De hecho, el controvertido filme La noche más oscura (2012), de Kathryn Bigelow, ponía el acento en tales aspectos, mostrando con veracidad y crudeza las tácticas de los agentes de la CIA, y presentaba el asesinato del líder terrorismo como un acto de pura venganza. Lo fue, qué duda cabe.
Pero la gran cuestión es si se ha conseguido aprender algo de todo esto. Y me parece que no. De otro modo, no se explicaría el surgimiento del Estado Islámico. No nos podemos conformar con respuestas simples ni discursos patrioteros que encubren únicamente la cruda verdad de una situación inefable, despiadada y sumamente terrible. La línea que separa a los buenos de los malos en la realidad, tan fácil de distinguir en las películas, se torna difusa sobre el terreno y hay que tener cuidado de no traspasarla. El 11-S conmocionó a Estados Unidos. Primero, porque nadie esperaba nada así, era la primera vez de la que se tuviera memoria que alguien atacaba directamente suelo americano y, por último, porque se vieron vulnerables. Pero las decisiones que se tomaron a partir de ese momento vinieron determinadas por la necesidad de satisfacer esa sed de sangre, de dar una respuesta contundente contra un enemigo invisible que había utilizado las virtudes de las libertades cosechadas para golpear desde dentro? y, aún así, no se puede justificar lo que vino a continuación.
Ni la invasión de Irak, ni la creación de bases secretas donde miles de detenidos por sus presuntas simpatías integristas penaron y sufrieron lo indecible, ni el modo de proceder a la hora de acabar con una amenaza con métodos ilegales. Es cierto que el terror no se aviene a aceptar ninguna regla de juego. Actúa para provocar el mayor daño posible a la población civil. Se vivió en Londres y en Madrid, pero eso no puede nunca significar renunciar a lo que tanto esfuerzo nos ha costado asumir e invalidar los derechos humanos, aún para los asesinos. La lucha contra el terrorismo internacional no dudó en menoscabar los valores morales anteponiendo el fin a los medios utilizados, algo impropio de un país que, en este caso, siempre se vanagloria de garantizar las libertades de sus ciudadanos. Hoy, más que nunca, Estados Unidos habría de entender que las reglas han de aplicarse siempre, tanto para ellos mismos como para los demás; de lo contrario, es muy difícil acabar con una lacra social como es el fanatismo, que se alimenta de tal incongruencia.
Para haber acabado con Al Qaeda y sus herederos hubiera sido necesario comprender al enemigo, conocerlo desde dentro, saber sus virtudes y debilidades, no utilizar las viejas y brutales técnicas de tortura que inhumanizan al propio verdugo. ¿Qué nos diferencia, entonces, de aquellos que pretenden socavar nuestras libertades? Nada. Estados Unidos. debería vivirlo como una reflexión autocrítica y procesar a los responsables.