Aunque en general debemos hablar de un siglo XX intensamente estudiado, donde abundan los documentos y las fuentes, el imaginario se yergue, desgraciadamente, sobre ese pasado como una sombra y enfatiza su fragilidad como si lo que sabemos y lo que la historiografía ha descubierto no fueran nunca suficientes para aclarar todas las interrogantes que a veces se plantean. La historia no es una verdad taxativa que se codifica como una película de cuyo registro no dudaremos sino que se abre a la interpretación y, también, a lo que ha supuesto el tiempo y su devenir en las sociedades.

En otras palabras, hay documentos del pasado que no podemos conservar de forma permanente como son los testimonios orales (por eso se crean archivos de memoria oral) u otros de los que debido a las circunstancias no se tiene constancia física (pocos criminales se dedican a codificar sus asesinatos). Estuvieron ahí, fueron reales porque lo sabemos, pero la magnitud o la importancia del hecho radica, también, en la fortaleza de la memoria y no tanto en la labor de la historiografía. Si no lo vemos, no lo creemos. Eso parece desprenderse del campo de la muerte de Treblinka, cuyo nombre, junto al de Auschwitz, provoca un estremecedor escalofrío. Se estima que allí murieron entre 700.000 y 900.000 seres humanos; unos gaseados en las cámaras, otros, en cambio, por la brutalidad aplicable en aquel lugar de horror e inhumanidad inimaginables.

Ahora bien, algunos campos fueron destruidos intencionadamente. Eran complejos temporales, erigidos con alambradas, grandes barracones de madera destinados a contener a miles de condenados para conducirlos a una muerte segura. Las cámaras de gas y los grandes hornos crematorios fueron las estructuras más sólidas pero también las primeras en ser demolidas para no dejar un documento inculpatorio cuando el sueño del Reich milenario se vino abajo. Así, la derrota del nazismo trajo consigo que las autoridades implicadas en tales crímenes quisieran borrar cualquier huella de su existencia por lo que el campo fue desmantelado. Operaciones semejantes se activaron en otros lugares, incluida la eliminación de fosas comunes, aprendiendo de Katyn (que ellos mismos descubrieron), para que en la hora de la derrota no hubiese ninguna prueba de sus crímenes.

Así que Treblinka, hoy, es solo el nombre de un lugar, no un recinto reconocible de pabellones destinados al exterminio, pues pocos elementos han sobrevivido a lo que fue uno de los campos más mortíferos de la solución final. Pero ese doble proceso de liquidación, el de los seres humanos y la historia, ha servido para que los grupos de ultraderecha nieguen la verdad. Si no hay campos, eso solo significa que la propaganda de los vencedores quiso colmar de oprobio a quienes habían luchado contra los judíos y el comunismo internacional. ¿Dónde se hallan esas famosas cámaras de gas? Como si inventarse una trama así fuese algo necesario para impugnar la ideología nazi, como si la propia ideología totalitaria no fuera ya de por sí un concepto perverso e inmoral, más cuando se conoce la dimensión de la tragedia que inspiró y el desprecio que portaba hacia los distintos pueblos de Europa. Lo que no se ve, no es real; sin darnos cuenta de que esa afirmación es ingenua y pretende falsificar el pasado. La historia está llena de reconstrucciones que recrean tales episodios, a fin de cuentas, hay hechos a los que solo podemos aproximarnos a lo que meridianamente pudo ocurrir. No estuvimos ahí, solo podemos valorar pruebas y fuentes. Así que uniendo disciplinas, un equipo de arqueólogos forenses británicos de la Universidad de Staffordshire, dirigidos por Caroline Sturdy Colls, decidió dar luz a un proyecto de seis años de duración en el que se ha radiografiado la estructura del campo de exterminio (con mapas computerizados, georradares y escáneres) que no es visible a simple vista por la exhaustiva labor de los nazis por borrarlo.

Estas técnicas han permitido desvelar la situación de las cámaras de gas (una de capacidad para 600 presos y otra para 5.000), fosas, barracones y las losetas de cerámica con la estrella de David que decoraban los supuestos baños judíos (mikvé) para engañar a las víctimas y asesinarlas, como corroboran los testimonios de los supervivientes. Se han desvelado los ramales de las vías férreas que traían en vagones cerrados a las víctimas como si fueran ganado, miles de judíos y gitanos que acabaron convirtiéndose en cenizas en esta maquinaria de muerte e impiedad creada por Hitler y Himmler. El problema que tenían los investigadores era que, por respeto a las víctimas, están vetadas las excavaciones en el recinto, lo que dejaba algunas incógnitas por descubrir, pero la tecnología ha permitido abordar ese proceso, dando pie a rellenar así los huecos a los que no ha podido llegar la historia oral y otras fuentes.

No es que dudásemos de la existencia de Treblinka pero los historiadores no descansamos a la hora de acercarnos a la verdad lo más posible, de afinar las respuestas para comprender la dimensión y, por supuesto, el carácter de ciertos hechos que han marcado el siglo XX. Pues no todo está dicho sobre el Holocausto, no todo está iluminado sobre las zonas oscuras que nos precedieron, ya que el mayor reto de la Historia no es solo demostrar que el asesinato masivo de millones de seres humanos por el Tercer Reich ocurrió, sino que el imaginario no se abone a la ignorancia y a la demagogia negacionista.

En la actualidad, más que nunca, no podemos perder de vista ese siglo que hemos dejado atrás, que nos debería marcar nuestras referencias éticas, históricas y morales; de él hemos de partir para constituir sociedades mejores y, ante todo, mucho más humanas. Redescubrir la memoria de Treblinka es un paso para ello, y aún queda mucho por hacer.