Mark Cavendish era hace apenas unos meses un ciclista que mendigaba un contrato. Su glorioso pasado, 30 triunfos de etapa en el Tour, solo cuatro por debajo de Eddy Merckx, el campeón infinito, no le servían en el linkedin del ciclismo. Sus últimos cursos eran la radiografía de un exvelocista con la vitrina repleta, pero escaso de velocidad. Un corredor en retirada. El repris le había abandonado. Ley de vida. Las fibras rápidas son las primeras en envejecer. Cavendish era arrugas y recuerdos de tiempos mejores. Un velocista de la nostalgia. Con eso no se come. El británico, olvidado en el desván de los sinsabores, padeció una depresión. Su bajada a los infiernos desde la cúspide le convirtió en un ciclista anónimo, enorme su pasado, escueto su presente, inexistente su futuro. Una vieja gloria. Un aristócrata en decadencia. El esprinter de la Isla de Man, donde las motos corren alocadas, se recicló en un corredor que caminaba como un pistolero cansado hacia su ocaso. Le esperaba la puesta de sol. Su historia grandilocuente estaba a punto de capitular.

La vida, danzarina, esconde sin embargo giros inesperados, hechos extraordinarios y alucinantes. Milagros. Patrick Lefevere, patrón del Deceuninck, rescató de la inmundicia y recogió de la irrelevancia a Cavendish. Le abrió las puertas de su casa y el británico mutó de inmediato. No quedaba nada de su óxido. Animoso y vigoroso, parecía un muchacho. Se convirtió en lo que siempre fue, un velocista feroz dispuesto a cazar más gloria. Dejó las primeras huellas de su recuperación antes de asomar en el Tour por la ausencia de Bennett, el esprinter al que le dolía la rodilla. Cavendish entró en el equipo de la Grande Boucle como alternativa. El británico regresaba al campo de sus sueños, donde fue una máquina cosechadora de victorias. En Fougères almacenó una más, la primera desde 2016 en el Tour. Cavendish acudió a su memoria para celebrar su resurrección. Abrigado por el imponente Morkov, una cama elástica, Cavendish cerró el círculo. Obtuvo su 31ª victoria en la carrera francesa. Merckx está a tres victorias. El ciclismo es una cuestión de fe. “Muchos no creían en mí”, se despachó Cavendish tras su histriónico e inopinado laurel.

El día del renacimiento de Cavendish amaneció con el plante del pelotón para protestar por las caídas de un Tour que actúa como un sicario. La reivindicación duró lo que un pitillo fumado a cara de perro. El Tour de Francia, un gigante más grande que todos los campeones y pelotones de su historia juntos, frenó un par de minutos cuando el director de la prueba Christian Pudhomme dio la salida. No más. El líder, Mathieu van der Poel, se camufló en el anonimato para no molestar demasiado a la organización. El neerlandés es una estrella, pero el Tour es el universo. En la carrera francesa las quejas siempre son sotto voce. El Tour no es el Giro y menos aún la Vuelta. Por eso, el grito en el cielo por mejorar la seguridad tuvo un viaje en un tren de cercanías. La primera semana de la Grande Boucle es una carnicería y siempre lo ha sido. Es un clásico. Las quejas de los ciclistas, que demandan un recorrido con menos peligro, elevaron el tono 120 segundos. Lograda la foto, se dispersó la reivindicación con el pacto futuro de la mejora de condiciones para correr. Probablemente, en la próxima edición de la carrera francesa se repita la escena.

Acabada la protesta, Van Moer y Périnchon se alistaron a la aventura en la última jornada del Tour por la Bretaña, escenario de numerosas caídas y abandonos. Primoz Roglic se salvó de la guillotina que dejó sin porvenir a Haig, Gesink y Ewan. Roglic salió empapelado de vendas y apósitos. “El regreso de la momia”, bromeó el esloveno en las redes sociales con el costado izquierdo protegido de arriba a abajo. Roglic buscaba algo de sosiego. Cavendish, el sillín de su bicicleta, que se desprendió de la tija. El velocista de la Isla de Man tuvo que cambiar de montura sobre la marcha. Cavendish guarda grandes recuerdos de Fougères, una ciudad bella que celebró con champán. Seis años atrás venció a toda velocidad. Aquel día no hubo maillot amarillo. Lo portaba Martin, pero una caída el día anterior le dejó sin vistas a las piedras de la historia. Cavendish, con el sillín enroscado, puntuó primero en el esprint intermedio para refrescar la memoria. Sabía el camino al triunfo. Desempolvó el mapa de su juventud.

Elevó el periscopio el pelotón para trazar con celeridad. El frenesí como estilo de vida. Todo pasa a cámara rápida en el Tour. El Ineos, con el planeador Castroviejo, encendió la cacería de Périnchon y Van Moer, condenados desde la salida, pero entusiastas a tiempo completo, arrobados con la sensación de sentirse libres. En el pelotón los planes eran distintos. Les echarían el lazo tras tostarlos bajo el estuco gris de la Bretaña, animosa y jovial. Ese era el cálculo. Van Moer quería honrar a Ewan, el esprinter que se esperaba pero que fue crucificado en Pontivy. El belga se rompió la camisa. Périnchon, dimitió. El francés era un islote. Un Robinson Crusoe sin Viernes. Aislado. Obligado a reivindicarse sin Pocket rocket, Van Moer no se rindió. Corría con el ímpetu de los desesperados. La boca abierta, la nariz arrugada, las piernas centrifugando ilusión. El cuello rojo. Una caldera.

VAN MOER, A PUNTO

Rodador excelso, el joven belga era un canto a la libertad. Sucede que en el Tour, donde el coste de cada triunfo alcanza hasta la piel, los huesos y los adentros, la poesía de las bellas historias suele chocar con la prosa de la realidad. La jauría, siempre sedienta de carne fresca, dejó en los huesos a Van Moer a poca más de 100 metros de la gloria. En ese espacio surgió la biografía de Cavendish, de 36 años, el esprinter que lo fue todo en el Tour y que parecía amortizado. Tuvo cara de exciclista, pero el regreso a su casa, a la lobera del Deceuninck, le rejuveneció de un respingo. De repente, el viejo velocista, acartonado durante años, con las piernas apolilladas, encontró la velocidad perdida para revivir su postal de Fougères. Cavendish tiró de memoria y batió a todos como si el tiempo y casi el olvido no le hubieran tocado la piel. Un velocista que antes de regresar al hogar se escapaba para tener visibilidad era, otra vez, el rey del esprint. El británico, que sustituyó a Bennett en la alineación del Deceuninck, resplandeció como un fogonazo. Tronó. Un rayo que iluminó la noche en la que estuvo. Eso le hizo llorar, emocionarse, abrazarse y gozar. Al fin de vuelta. Una victoria balsámica la del británico. Alivio de luto. Levántate y gana. Cavendish resucita en el Tour.