a vida, más en estos días que anteceden la anormalidad definitiva, se explica mejor en un plano-secuencia que arranca en el portal de casa en Irun y acaba ante este ordenador de la redacción en Donostia. “Por razones sanitarias, se suspende la junta vecinal. Cualquier información estará disponible en el teléfono tal y el correo cual”, firma la administradora de fincas. En la calle hay escenas con “razones sanitarias” y otras en las que la gente come croquetas. O calamares, que con unas gotitas de limón huelen que alimentan.

Lejos de las obligaciones del día a día que tuvieron años atrás, una cuadrilla entra en uno de los bares del barrio. “Total, ¿para qué vamos a dejar de venir?”, exclama uno de los cuatro que comentan lo de Madrid. Cerca del bar, de nuevo en la calle, las hay quienes en el corrillo a la puerta del BM de Azken Portu repasan la actualidad como quien sacude una alfombra. No su actualidad, claro, sino la de los madrileños en éxodo a la costa mediterránea.

“¡No es normal lo de todos esos! ¡Qué vergüenza ir poniendo en peligro a los demás!”, grita una de ellas. Las otras dos asienten. Escaleras abajo, el polideportivo se halla cerrado tras las medidas que tomó el viernes el Ayuntamiento. La gente aprovecha el mediodía primaveral para hacer deporte. Algunos van hacia Behobia; otros, llegan de allí, donde los súbditos de Macron apuran el presente con recelo del futuro. Hace pocas semanas la cajetilla de tabaco más vendida en el Hexágono, Marlboro Red, superó los 10 euros (en rollos de papel higiénico, entre 24 y 32 rollos). La de ayer es una de esas mañanas en las que parece que la muga se adelanta y se establece entre los barrios irundarras de Azken Portu y Behobia.

No lejos de allí, parejas y familias caminan sin entretenimiento por el bidegorri de Oxinbiribil que baña el río. En las mesas de madera frente al parque canino unos jóvenes con ropa de ayer y resaca de hoy apuran unos botellines de cerveza. Uno de ellos, dormita tumbado sobre una de las mesas.

El mercadillo de los sábados al que cantó Fermin Muguruza deja sitio a la plaza Urdanibia vacía. El frontón Uranzu -que suele acoger partidos de la cantera del CD Bidasoa- está cerrado y en el parque de la Sargia un hombre pasea al perro y otro baja con bolsas de la compra. Nada más, porque por momentos las automedidas voluntarias parecen norma general. Solo por momentos. En otras calles, ya entre bares, aún hay quien se resiste a aplazar vivir para garantizarse sobrevivir. Al menos, hasta que confinarse sea obligatorio.

Las farmacias como la que hace esquina entre el Paseo de Colón y la calle Aduana ya recomiendan que los “pacientes con fiebre o afecciones respiratorias envíen a un familiar o conocido a la farmacia”. Las tiendas que no están cerradas -algunas pudieron decidir y decidieron el viernes motu proprio ya no levantar ayer la persiana- están casi vacías. En la mayoría solo están los dependientes.

En el Topo es un sábado normal, pero menos gente de la habitual se montará en el de las 12.07 horas. Llega casi vacío desde Hendaia y una veintena de personas suben en la estación de Colón. En los 40 minutos de trayecto hasta Amara no hay mucho movimiento. Si acaso, en el último tramo, desde Herrera, como servicio ferroviario urbano.

En Donostia la anormalidad futura y la normalidad del día anterior también se mezclan. La cafetería de la estación se halla cerrada, pero otros establecimientos de la plaza Easo se encuentran abiertos. Sus terrazas, sin embargo, a media entrada. Antesala de lo que habrá en el Paseo de La Concha, lejos de sus poblados mediodías. El reencuentro entre una abuela y sus dos nietos en el cruce entre San Bartolomé y Easo forma parte de las escenas del coronavirus. Cuando el mayor, de unos seis años, llega adonde la amona, no le da dos besos, sino el codo, mientras la madre, que llega detrás, recuerda también al pequeño que repita el gesto.

Comercios como la Pastelería de Elena advierten en la puerta de que “debido a las circunstancias, os agradecemos que entréis en turnos de dos personas” y los bares de la calle San Marcial presentan pasadas las 13.00 horas una estampa más vacía que la habitual.

En El Antiguo, el cierre por decisión propia de algunos bares no provoca que los que aún permanecen abiertos estén desbordados. Hay gente, pero no tanta. El trayecto, ya en la calle Resurrección María de Azkue, acaba como empezó: en la panadería los clientes entran con cautela, de uno en uno y después de hacer cola en el exterior sin infringir la distancia de metro y medio de precaución.

Al otro lado de la calle, en el bar -no muy frecuentado en comparación con cualquier sábado- la sociedad se agolpa en la barra. Donde antes de que caigan las normas de obligado cumplimiento, el tuit del periodista Javier Albisu adquiría cuerpo: “Una forma efectiva para que la gente no se reúna en bares es cerrarlos. Otra, más amable pero también más arriesgada, es llamar a la responsabilidad colectiva y ver si la gente elige frenar la pandemia o comerse unas croquetas”. Y quien dice croquetas, dice calamares, que con unas gotitas de limón huelen que alimentan.