Una ametza (quercus pyrenaica) lucha contra viento y marea para tratar de sobrevivir en lo alto de Jaizkibel. Esta variedad de roble busca su espacio en una zona muy expuesta y en un terreno arenoso, que con el agua “se deshace como un azucarillo”. No tiene más de 30 años, puesto que de antes de 1989 no queda casi nada. En el invierno de ese año, Jaizkibel amaneció negro en el peor incendio de su historia. La ingeniera de montes Inma Lizaso, los guardas forestales Tomás Aierbe e Iker Luariz-Aierbe y el joven aprendiz Unai Arroyo son los protectores de esta montaña. Respiran más tranquilos después de un febrero “peligroso”, en el que Jaizkibel “se ha librado” de grandes incendios forestales, pese a que se registró uno provocado que pudo ser apagado con rapidez.

En Gipuzkoa han ardido desde comienzos de año unas 80 hectáreas, más que en los años anteriores, pero hay que tener en cuenta que 2018 “fue récord” de pocos incendios. El último en Jaizkibel tuvo lugar el pasado 27 de febrero y se quemaron unos 11.000 metros cuadrados. Un cambio de viento complicó las labores de extinción, pero la ventaja fue que se produjo al lado de la carretera y las mangueras de los bomberos pudieron llegar hasta los cuatro focos del incendio provocado. “Le dieron fuego aquí, ahí, en ese otro lado y a tres o cuatro kilómetros de esta zona”, explica Aierbe, mientras observa el terreno ennegrecido que dejó este fuego.

El riesgo ya casi ha pasado, aunque siempre hay que estar atentos. “Cuando sale el helecho ya sabemos que baja el peligro”, indica Aierbe. La temporada alta de incendios va de octubre a marzo, sobre todo, febrero y marzo. La falta de humedad, junto al viento sur y la pendiente forman parte del “triángulo del combustible” y teniendo en cuenta las condiciones meteorológicas que se dieron en el segundo mes del año Jaizkibel se ha librado de una buena. “Con 20 grados, no encontrabas humedad por ningún lado, esto parecía el Sahara”, señala.

Pero nada comparado con 1989, un año que todos ellos tienen en mente pese a no haberlo vivido en primera persona. “Yo lo tengo metido en la cabeza y no estuve”, admite Luariz-Aierbe. “Allí se curtieron la mayoría de los guardas. Debió ser terrible”, señala Tomás Aierbe. “Jaizkibel ardía por todos lados. Fue el peor año de todos, de toda la cornisa cantábrica. Se dieron muchas condiciones climatológicas como vientos huracanados; era imparable”, insiste Lizaso, que comenzó a trabajar como ingeniera de montes de la Diputación en 1996, cuando el monte empezaba a revivir.

Tanto ella como Aierbe vivieron otro gran fuego, el último de enorme magnitud ocurrido en este monte, que arrasó con 500 hectáreas en la ladera que da al mar en 2010 cuando golpeó con fuerza la ciclogénesis Cynthia. “Fue un sábado a las 22.00 horas. El guarda mayor, ya jubilado, me dijo: prepárate para hacer gaupasa porque esto tiene muy mala pinta. No salimos del monte hasta las 10.00 horas y todavía hubo que dejar retenes todo el domingo”, rememora mientras señala dónde comenzaron las llamas.

En un principio, creyó que podrían frenarlo, pero al coger la curva en una pista forestal vio “un frente que venía a gran velocidad”. Tuvieron que darse la vuelta por seguridad y cambiar de plan para hacer todo lo posible para que las llamas no pasases la carretera general que cruza Jaizkibel. “Hubo momentos críticos, pero conseguimos pararlo”, explica.

Labores de prevención A bordo de sus todoterrenos, Lizaso, Aierbe, Luariz-Aierbe y Arroyo se trasladan a la pista sur, que recorre Jaizkibel hasta Guadalupe y cuenta con varios accesos. Es el camino principal en caso de incendio, ya que se convertiría en “una línea segura”. “Si viene con garra y fuerza aquí ya no tiene combustible, bajan las llamas y le puedes atacar con batefuegos o con agua”, indica Aierbe, que explica que de lo que se trata es de “hacer sitios donde el fuego baje”.

En Jaizkibel hay un total de 40 hectáreas de cortafuegos en trece líneas. Todos los años se hace un desbroce para mantenerlo limpio y también se despejan los márgenes de pistas como la de la ladera sur. El trabajo de estas cuatro personas no solo es fundamental, sino también invisible. Limpiar todo el monte es “económicamente inasumible” y tener todo el terreno controlado también. Pero se intenta hacer todo lo posible para minimizar los riesgos.

Recuperar los hábitats La Diputación de Gipuzkoa gestiona 1759 de las 2.454 hectáreas que tiene este monte, que fue declarado en 2013 Zona de Especial Conservación (ZEC) y cuenta con muchas especies de interés como la haritza (quercus robur, roble del país) y la ametza. El equipo de Inma Lizaso trata de recuperar los hábitats, de aumentar las especies de ametzas, de aclarar las zonas de pinos que se pusieron como especie pionera tras los incendios, de hacer que el monte no sea muy vulnerable al fuego y de evitar que haya material combustible en el suelo como ramas.

“La ametza es lo que habría de manera natural, ya que el pino está introducido. Se calcula que en un 90% podría estar cubierto de ametzas si pasasen siglos y si no hubiera intervención de ningún tipo”, subraya Lizaso. Las ametzas han ido creciendo al refugio del pino, pero cuando ya cogen “cierto volumen, es mejor dejarles espacio, quitar los pinos, quitarles competencia”, indica Luariz-Aierbe, quien insiste en la importancia de hacer “cortas selectivas” para recuperar el bosque autóctono.

En algunas zonas las ametzas aún muy pequeñas tratan de hacerse hueco para sobresalir, mientras que en otros se ve que “ya tienen tiempo, que son de después del incendio de 1989, puesto que tienen musgo y líquenes en su tronco”. “Se ve que se han asentado otras especies y así aumentamos la biodiversidad y conseguimos que el hábitat sea más diverso”, apunta Luariz-Aierbe, guarda forestal de Jaizkibel.

afección de la población Este monte tiene otra amenaza que es la gran afluencia de usuarios. Se calcula unos 100.000 senderistas al año y, aunque en la mayoría de casos “andan por los mismos sitios lo cual es una ventaja para la conservación”, actividades como la fotografía o el slack line (cuerda de equilibrio) llevan a muchas personas a intentar acceder a lugares “más recónditos y aislados” y, por lo tanto, más vulnerables.

En los últimos años se han hecho famosas las rocas paramoudras en los acantilados de Jaizkibel, a donde muchos bajan a fotografiar estas espectaculares formaciones geológicas. Así, en la era de la imagen, Instagram se acaba convirtiendo “en el enemigo de la naturaleza”.

Paisaje antropizado. Jaizkibel es el fruto de la intervención humana a lo largo de la historia.

Hábitats autóctonos. Se calcula que la vegetación en ausencia de presencia humana estaría constituida en un 89% de marojales (ametzas). En la actualidad hay pequeños bosquetes de alrededor del 5% de la superficie total.

Vegetación actual. El 33% son zonas arbustivas, el 22% prados y pastos, el 12% formaciones boscosas y acantilados costeros, y un 5% trampales y esfagnales (tipos de humedales).

Labores de prevención. Se intenta que esté “limpio”, se hacen podas, se mantienen los cortafuegos y las bandas alrededor de las pistas y un paisaje mosaico para evitar un tipo de vegetación igual.

Labores de extinción. Se realizan con los medios propios del Servicio de Montes de la Diputación, el 112, bomberos, retenes de voluntarios y empresas forestales.

Labores de restauración. Una de las más utilizadas es poner especies pioneras como el pino para que en una segunda fase colonice el roble. Se hacen luego cortas selectivas para eliminar la competencia que los pinos hacen a los robles.

Senderistas al año son usuarios del monte Jaizkibel. Muchos de ellos usan los mismos caminos, pero otros intentan acceder a los lugares más recónditos y, por tanto, más vulnerables.