Cómo evitar la bronca a toda costa
hay adolescentes atendidos que simulan no recordar nada para marcharse solos sin que llamen a sus padres
Afortunadamente, para cuando padres y madres acuden al centro sanitario o allá donde se encuentre su hijo, ya ha pasado la mayor parte del mal viaje. “Hay quienes vienen desde Pamplona para recogerlos. En esos casos, por lo menos, tienen tiempo para saber cómo reaccionar”, algo que no siempre ocurre.
Las caras largas son habituales. “Cualquiera se lo puede imaginar si tienes que pegarte un viaje para recoger a tu niño, que pensabas que era un cielo. Otros padres, al no ser la primera vez que ocurre, vienen todavía más enfadados”. Ella les intenta frenar. Hay padres que se echan a llorar. “¡Ay mi hijo, en la vida me lo habría imaginado!”.
Son escenas habituales en el quehacer diario de la responsable de formación de DYA, Nuria Sánchez, acostumbrada a buscar las palabras adecuadas en esos momentos familiares que, por decirlo de algún modo, no son precisamente un remanso de paz. “Lo hago más que nada por tranquilizarles y decirles que no es el mejor momento para echarles una bronca. Para mí lo importante es que se saque una enseñanza de lo vivido. Ha ocurrido, y ya está, no se puede echar marcha atrás, y es necesario sacar algo positivo de todo ello. El chaval tiene que ser consciente de lo mal que lo ha pasado, y que todo se podría haber evitado tomando dos copas en vez de cuatro”.
Pero antes de aprender la lección, es necesario que alguien vaya a buscarles. Jamás les dejan marchar si no es en presencia de padres, profesores o un tutor legal. Y en ese despertar a la realidad tras el atracón, hay quienes diseñan toda suerte de estrategias para evitar el mal trago. “Tienen tanto miedo a las represalias que muchos fingen y buscan argucias. Así, nos los encontramos sin móvil ni cartera para que no se les pueda identificar. Toda la documentación se la han dejado a algún amigo. Dicen no acordarse de ningún teléfono de contacto, a la espera de marcharse cuando se recupere. Pero eso no es así”, puntualiza la enfermera. “Si no conseguimos un contacto de su familia, recurrimos a las autoridades policiales para que se hagan cargo”.
Y durante ese compás de espera, se dan situaciones para todos los gustos. De hecho, algunos chavales llegan a escaparse, aprovechando cualquier despiste de los sanitarios que les custodian, muchas veces ocupados en atender los vómitos de algún que otro compañero de juergas. “Tampoco somos policías. Notificamos lo ocurrido y mucho más no podemos hacer”. En ocasiones, según cuenta, es necesario amenazarles con la presencia de la Ertzaintza si no facilitan ningún contacto, lo que les hacen entrar en razón.
Otros, muestran una preocupante reincidencia. La experta sostiene que en estos casos pueden aumentar las enfermedades psiquiátricas -alteraciones de conducta, de la atención, de la capacidad de aprendizaje- de estos jóvenes cerebros que están todavía desarrollándose. “Mantener una intoxicación periódica provoca un alteración en los estudios que ya la estamos comprobando. La gente que toma habitualmente no es capaz de llevar un ritmo escolar adecuado. Pero el peligro también está a largo plazo”.
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