ra verano de 2008. La Real se aprestaba a iniciar una nueva campaña en Segunda, tras el varapalo de Mendizorrotza. Y a apenas dos semanas del inicio liguero entrevisté a Juanma Lillo en la desierta grada del José Luis Orbegozo. Antes de encender la grabadora hablamos un rato de fútbol. Más concretamente del Barcelona. De un Barcelona que, no nos engañemos, tenía muy mala pinta. Recién finalizada la era Rijkaard, el club culé se había enfrentado a una crisis institucional saldada con las salidas de Ronaldinho y Deco, con la promoción del entrenador del filial (que también quería cargarse a Eto'o) y con extraños movimientos en el mercado de fichajes: Pinto, Hleb, Keita, Cáceres... ¡Si hasta se decía que querían a Güiza para relevar al camerunés!

El bueno de Juanma, sin embargo, no era tan pesimista con el recién iniciado proyecto de Guardiola. Me confesó que se estaba tragando todos los amistosos del equipo catalán en Escocia. Y me mostró su admiración hacia el fútbol barcelonista. "Qué bien están jugando, Marco. Qué bien están jugando", repetía. Una hora después, concluida la entrevista, entré en la redacción del periódico y comenté en tono jocoso la conversación, ya que las malas sensaciones sobre lo que esperaba al Barça eran unánimes. Y todos mis compañeros compartieron el cachondeíto, atribuyendo las palabras de Lillo a su reconocida amistad con Pep. El tiempo, sin embargo, terminaría callándonos la boca, porque aquella renovada escuadra culé se convirtió en cuestión de meses en el mejor equipo de la historia del fútbol. Por títulos y por juego.

Lillo era y es un sabio. Nos dejó lecciones para el recuerdo. Me reconfortó verle el martes en el banquillo de unas semifinales de Champions. Y me acordé ayer de una de sus frases míticas, mientras asistía al partido de la Real contra el Elche. Decía el tolosarra que "el fútbol es el único juego que te exige ser preciso con la parte del cuerpo que más se cansa". Aseguraba que los jugadores de baloncesto o de balonmano acumulan desgaste en las piernas, pero que luego lanzan a canasta o a portería con las extremidades superiores. Y lo comparaba con su deporte destacando que los futbolistas pasan, centran y chutan justo con aquello que les mantiene en pie y les permite correr. Si damos por buena la máxima de Juanma y la metemos en una coctelera con la durísima temporada que arrastra el actual equipo txuri-urdin, encontramos una explicación a las tremendas dificultades que encontró anoche la Real para filtrar buenos balones y encarrilar antes el triunfo. Situaciones hubo. Pero se echaron en falta toneladas de finura. Una finura que nos hemos ido dejando por el camino durante las cinco competiciones afrontadas. Que se dice pronto.

El carácter agónico de la victoria txuri-urdin, en cualquier caso, también encuentra un motivo en la dificultad de la empresa acometida, que viene de serie. Porque no es nada fácil meter mano a un rival así de atrincherado. Dio la sensación de que la temprana expulsión de Raúl Guti no llevó a Imanol a cambiar el plan inicial. Se trataba de atraer rivales en el sector diestro gracias al buen pie de Januzaj y Silva, y de romper al espacio una vez que el rival picara. Por esa parcela supieron colarse el mismo Silva, Isak y Oyarzabal para generar ocasiones y para hacer el 1-0 de Monreal, un gol cuya invalidación pareció suponer un importante golpe anímico para el equipo. La clarividencia mostrada hasta entonces para hacer daño se convirtió ya en una imprecisión casi constante.

Durante el descanso el míster movió ficha. Renunció ya al citado plan inicial y apostó por ensanchar el campo todo lo posible, ocupando los cinco carriles del ataque con (de derecha a izquierda) Januzaj, Silva, Isak, Oyarzabal y Barrenetxea. Y sucedió lo de la primera parte: funcionó el asunto al principio, al generarse situaciones limpias de uno para uno con donostiarra y belga. Pero el paso de los minutos nublaría luego un panorama que solo aclaró el cabezazo de Aritz, para situar a la Real a las puertas de Europa. A estas alturas, el cómo ya no importa.