Ha llovido desde entonces. Mucho. Era 1989 y la Real, zarandeada por las salidas el verano previo de Txiki, Bakero y López Rekarte al Barcelona, vio cómo el Athletic fichaba a Loren. La directiva txuri-urdin apostó por abrirse al mercado extranjero. Y lo que en primera instancia supuso una solución eficiente comenzó, poco a poco, a convertirse en un problema. Apenas un lustro después del viraje fue dictada la Ley Bossman. Y las fronteras futbolísticas ensancharon más sus puertas, con el club blanquiazul terminando por sucumbir al juego de idas y venidas que imperaba en la Liga. El subcampeonato de 2003 significó únicamente un oasis dentro del coqueteo constante con la Segunda División. Hasta que el descenso se consumó transcurridos solo cuatro años desde aquella derrota en Balaídos. Tocar fondo dolió. Pero al menos sirvió para ponerlo todo en perspectiva y ajustar la idea de club, asemejándola a la de los primeros cursos de los 90: refuerzos ajenos a la cantera sí, pero de los que marcaran la diferencia. Con Aperribay y (curiosamente) Loren, la Real adquirió de nuevo el camino correcto. Lástima que lo hiciera con mucho terreno perdido respecto al Athletic, un proyecto con el que convive a apenas 90 kilómetros y con cuya filosofía deportiva choca de lleno, por una mera cuestión de intereses comunes. Siempre en Primera, estables y sin grandes dispendios para formar sus planteles, los rojiblancos acreditaban un músculo económico con el que resultaba difícil competir: mientras ellos alternaban finales coperas y europeas, la Real se contentaba con dar sus primeros pasos en la élite después del ascenso.

De repente las cosas empezaron a cambiar. Primero y más importante, porque en Donostia se hacían muy bien las cosas, Champions de Montanier incluida. Refuerzos sí, pero que marcaran la diferencia. Y segundo, y muy relevante también, porque la centralización de los derechos televisivos igualó mucho el panorama entre los mortales de la Liga. El Athletic siguió superando en presupuesto a la Real, sí. Pero pasó a hacerlo en menor grado porcentual. Es decir, que en Ibaigane siguieron manejando esos diez o quince kilitos de más. Pero dichos millones pasaron a suponer el 20% de las cuentas de los clubes, ya no el 50%. En Zubieta no se contentaron. Siguieron construyendo un proyecto ambicioso. Ayudados por el dinero de las teles, lograron mantener a futbolistas (Mikel Oyarzabal) que posiblemente en otras épocas habrían cruzado la AP-8. Y culminaron el sorpasso estructural obteniendo el billete para la Europa League en la temporada de la pandemia. La crisis sanitaria afectó a todos. Pero menos a quienes se ganaron sobre el campo el acceso a ingresos extra. Nos situamos ya en el pasado verano, cuando mientras en la Real se continuaban poniendo piedras para construir un sólido edificio, en Ibaigane se veían superados por el vecino, en las oficinas y en el césped, ya sin la fortaleza financiera necesaria para pescar en el primer equipo txuri-urdin.

La Real es campeona. Qué subidón. Pero lo que consiguió este sábado fue más allá de un título. Sirvió también para dar continuidad a toda esa serie de acontecimientos relatada en los dos primeros párrafos de este artículo. No es tontería. La Copa sirvió para fidelizar a generaciones enteras de chavales guipuzcoanos. Sirvió para dejar claro que quien se equivocó con su decisión fue Iñigo Martínez, no Mikel Oyarzabal. Sirvió, en definitiva, para evitar lo que habría supuesto un tremendo jarro de agua fría. 25 años después de la Ley Bossman, un cuarto de siglo después de empezar a equivocarse, el club txuri-urdin había conseguido por fin darle la vuelta a su situación respecto al vecino. Y justo cuando su proa asomaba ya por delante de la del Athletic, con todo lo que supone esto a nivel estratégico dada la difícil y tan cercana convivencia entre ambos proyectos, perder una final contra el cuadro rojiblanco habría propinado un tremendo golpe a la línea de flotación blanquiazul. No fue así. Anoche, cuando los jugadores de Imanol botaban al unísono levantando el trofeo, Muniain aplaudía desde la distancia, en una imagen que va más allá de lo puntual y tiene un marcado punto de simbolismo.

Cuando hablamos tan a largo plazo y analizamos la trayectoria de los clubes a tantos años vista, nos referimos principalmente a los gestores que se sientan en los despachos. En este caso, principalmente, a Jokin Aperribay, que le echó un par cuando dio el paso que dio en 2008 y que, con sus aciertos (los más) y sus errores (los menos) ha jugado un papel decisivo para que hoy lloremos todos de alegría. Ocurre, sin embargo, que todos esos movimientos en las oficinas hay que trasladarlos luego al césped, labor sobre la que cabe citar hoy tres nombres por encima de los demás. Empiezo por Loren, el director deportivo que instauró una política deportiva acorde con los ideales del club: lo hizo mientras acreditaba un especial acierto con los entrenadores elegidos, utilizando la intensidad made in Lasarte para ascender y sofisticando luego el estilo del equipo de la mano de Montanier, Jagoba y Eusebio. Sigo con Roberto Olabe, el encargado de evolucionar para muy bien la obra de su antecesor en el cargo, marcada por una propuesta que poco a poco quedaba ya obsoleta en el panorama futbolístico mundial. Y termino con Imanol Alguacil, un pedazo de entrenador por encima de todo. Transmite una barbaridad, cierto, pero su tremenda capacidad técnico-táctica para dirigir una escuadra de fútbol supera con creces a su carisma. Ayer nos engañó y quizás engañó al Athletic también, porque su Real no se mostró tan agresiva en la presión, de inicio, como lo fue luego tras el descanso. Al empezar la segunda mitad, Portu empezó a saltar con frecuencia a Iñigo. Gorosabel, a Yuri. Y el cortocircuito rojiblanco propició unos minutos clave para que la Copa viaje hoy a Gipuzkoa. Que se dice pronto. Txapeldunak!