Donostia – La tercera investidura de Pedro Sánchez se coció a fuego muy lento. Con la paciencia y la frialdad que exhibe, entre otras, como señas de identidad, el líder indiscutido del PSOE se fue de vacaciones unos días después de las elecciones del 23 de julio.

Aunque la victoria fue del PP, haber salido vivo de aquellos comicios que adelantó abruptamente tras el correctivo que sufrió su partido en las autonómicas y locales de mayo ya fue todo un éxito. Salvo su fiel CIS, que le vaticinaba un triunfo holgado, todas las demás encuestas daban por hecho que Alberto Núñez Feijóo obtendría el respaldo suficiente para asaltar la Moncloa de la mano de Vox.

Sin embargo, el escrutinio oficial desmintió incluso los sondeos a pie de urna. El malvado Perroxanse de los memes de la derecha eludió una vez más el game over de su carrera política. La aritmética, aunque se presentara endiablada, le concedía una posibilidad de conservar el poder. Y la exprimiría al máximo.

Que fracase Feijóo

Los 121 escaños cosechados situaban al PSOE a 55 de la mayoría absoluta. Eso implicaba seducir a las siete formaciones que, con más o menos brío, le habían venido apoyando. Una de ellas, Junts, con sus votos decisivos, se mostraba dispuesta a hacer naufragar la investidura.

El precio de los liderados por Carles Puigdemont desde Bruselas era el mismo que había puesto sobre la mesa ERC, la otra formación soberanista: el compromiso de abordar inmediatamente la elaboración de una ley de amnistía para todas las personas condenadas o pendientes de juicio por hechos relacionados con el procés.

Hasta entonces, el PSOE, empezando por su propio líder, se había opuesto rotundamente a una norma así. Sin embargo, en palabras de Sánchez, tocaba “hacer de la necesidad virtud”. La necesidad era la de los votos de los grupos catalanes; la virtud, sacar adelante una medida que mejoraría la convivencia.

Negociar algo semejante requería de su tiempo. El aspirante a su tercera investidura se lo tomó prestado a Feijóo. Puesto que el PP había sido el partido más votado, se le cedía la iniciativa para que intentase lo que las matemáticas señalaban como imposible: llevar al líder de Génova a la Moncloa. Así fue como Feijóo debió pasar el trago de someterse a una investidura condenada al fracaso.

El Sí del PNV

Atado el apoyo de Junts y ERC, todavía los números no daban. Como en la moción de censura contra Rajoy, los votos decisivos fueron los del PNV. A diferencia de EH Bildu, que había extendido (por lo menos, públicamente) un cheque en blanco, los jeltzales plantearon exigencias que iban más allá del clásico y eternamente aplazado compromiso de completar el Estatuto de Gernika.

Sánchez debió dejar por escrito el 10 de noviembre que su gobierno aceptaba abordar en el plazo de dos años el reconocimiento nacional de Euskadi, además de la actualización del autogobierno a través de un nuevo pacto bilateral. El todavía entonces candidato rubricó la hoja de ruta junto al presidente del EBB, Andoni Ortuzar, en el Congreso de los Diputados.

El camino para reeditar el gobierno quedaba expedito. Solo faltaba cumplir con el trámite de la investidura, que se consumó el 16 de noviembre. De aquellas sesiones tragicómicas quedó para la historia una frase de Alberto Núñez Feijóo que sigue provocando burlas: “Yo no soy presidente porque no he querido”.

Llegado el momento decisivo, Sánchez cosechó 179 votos favorables, tres por encima de la mayoría absoluta. El marcador del no llegó a los 171 que sumaron PP, Vox y UPN. En el año que está a punto de cumplirse no ha sido frecuente que se repitan esos mismos guarismos.

El cabreo de las derechas

Desde el primer momento, las formaciones de la derecha dejaron claro que no se resignaban a la derrota. De hecho, dos semanas antes de que el líder de los socialistas accediera a su tercer mandato, habían empezado a celebrarse ruidosas y violentas movilizaciones frente a la sede del PSOE en la calle Ferraz de Madrid.

Ahí se marcaba el tono bronco de oposición desde el ala diestra que no ha dejado de intensificarse desde entonces y que ha convertido los plenos, especialmente los de control, en batallas campales dialécticas.

PP, Vox y UPN, junto a sus terminales mediáticas, han optado por una confrontación de trazo grueso, usando varios arietes distintos o combinados conforme ha ido avanzando el calendario.

Desde luego, munición no les ha faltado. Así, durante los primeros meses y hasta antes del verano, la ley de amnistía fue la principal arma arrojadiza. Pronto se fueron incorporando otras, como la situación judicial de la esposa de Sánchez o la investigación sobre el caso Koldo, ahora ya caso Ábalos.

Todo eso, mientras los socios de la investidura, con Junts a la cabeza, no han dejado de mostrar su cabreo creciente tumbando nada menos que 48 propuestas del PSOE y dejando hasta este minuto en el aire la aprobación de los presupuestos.