Como en las series televisivas en las que nos muestran cómo terminó el episodio anterior, en las disputas electorales cumple a veces repasar el desarrollo del capítulo previo. En este caso, la cita electoral del 12 de julio de 2020. Se produjeron en aquella jornada dos circunstancias reseñables.

Por una parte, un gran incremento en porcentaje de votos de EH Bildu se materializó únicamente con tres escaños más, los mismos que subió un PNV que había aumentado su tanto por ciento de manera mucho más moderada. Por otra parte, fue EH Bildu la única fuerza que, en un contexto de espectacular caída en la participación, subió en número de votos absolutos. Aquella noche, Arnaldo Otegi y Maddalen Iriarte insistieron en subrayar que la foto final habría sido muy otra si les hubieran caído unos puñados de votos más en cada territorio; o unos menos a los que les disputaban los últimos escaños a repartir. La verdad es que tenían razón. La cuestión no es baladí, porque todo análisis de la noche del 21A deberá partir de aquella realidad. Dicho de otra manera, aquel 31-21 bien pudo haber sido, por ejemplo, un 29-24.

Este último escenario incluso podría estar ahora superado, a tenor de la tendencia posterior a aquellas elecciones. A partir de ahí, todos miran a lo que pude suceder con ese mundo al que convenimos en llamar izquierda federalista, otrora ganadora aquí, y que ahora camina en la senda de la autodestrucción.

Si, como muchos auguran, se produce su descalabro, habrá que ver por qué ha sucedido. Si es sobre todo fruto de una nueva –amén de masiva– migración de voto hacia EH Bildu la ola de esta coalición sería tan grande como la famosa de la Playa Gris, entre Zumaia y Getaria. Si, por el contrario, ya no queda mucho voto que mutar y tal debacle se explica principalmente por una dramática división de voto que deja muchos de sus seis marcadores en cero, el beneficiario podría ser el PNV, que, entre resto y resto, podría recuperar así algún escaño caído porque entonces fue el último de la cola, pero que ahora estaría en lista de espera.

Para ello, los jelkides necesitan motivar e ilusionar a la gente. Movilizarla. Tengo para mí que están acertando en su campaña, mucho más fresca que las precedentes. Pero tienen ante sí un inconveniente que no es menor, a saber, el convencimiento casi unánime que existe en la ciudadanía de que, sea cual sea el resultado, Imanol Pradales será el próximo lehendakari.

O sea, que qué más da que vaya uno a votar. Se esfuerzan candidatos y dirigentes en airear sospechas sobre posibles pactos ahora descartados, pero, ciertamente, resulta difícil poner en alerta a la gente sobre algo que no teme que vaya a suceder. Es por ello por lo que, tal vez, deberían aplacar en el no demasiado fructuoso empeño de sembrar incertidumbre y centrarse mucho más en todo lo novedoso que están ofreciendo. Tal vez, quién sabe.